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 domingo, 23 de octubre de 2005  
candi
Charlas en el Café del Bajo
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-Tener el don de hilar historias y volcarlas en el papel vestidas de cuentos o novelas debe ser algo maravilloso, Inocencio. De pronto, el escritor puede decidir el destino de sus personajes. Puede rescatarlos del infortunio, del sabor amargo que a veces la vida le hace probar a las personas, para llevarlos a una paz extasiante, a una dicha plena. Desde ese punto de vista el escritor es una suerte de Dios que crea seres y determina sus circunstancias.

-Circunstancias que a veces, con bastante frecuencia, son una consecuencia de los hechos reales que modelaron la existencia del autor.

-Sí, sin dudas.

-Y si el escritor es una suerte de Dios que dirige a sus personajes, Candi, es posible pensar que Dios es un gran escritor que da vida y dirige los actos y que los seres humanos son personajes de este gran libro de la vida. Con una diferencia sustancial entre este Dios-escritor con el escritor devenido Dios.

-¿Cuál?

-Que el escritor no puede, aunque quiera, concederle a su personaje ciertas licencias, cierta libertad para que actúe por sí mismo. Y ello se debe a que el artista tiene chispazos de divinidad, pero no es la divinidad. En cambio el libro de la vida es tan perfecto, el amor de su autor tan grande y su poder tal, que sus personajes gozan del libre albedrío, es decir de bastante libertad para decidir qué final quieren para ellos en el cuento o la novela.

-Tiene usted razón, Inocencio. Sin ir más lejos, fíjese en nosotros, amigo mío: somos dos personajes que hablamos lo que otro piensa y vamos adonde otro nos lleva. Desde ese punto de vista él, que habla de libertad, de amor, de paz y de justicia, nos tiene aquí, cada día, en esta columna, subyugados, sometidos a su voluntad. ¿Quiénes somos Inocencio?

-Me entristece que me diga eso.

-¿Por qué, amigo mío?

-Porque advierto que no soy yo y que usted no es usted. Carecemos de yo y si somos lo que somos, no lo somos sino por ese que en este momento nos está "tecleando" con sus dedos, que nos está dando forma en una pantalla a partir de su pensamiento.

-¡Y menos mal que esto es la columna de un diario y no una novela! ¿Qué sería de nosotros si debiéramos vivir una larga historia sometidos a los humores encontrados del señor que ahora nos está haciendo decir lo que decimos?

-Ya ve, amigo mío, ni Candi, ni Inocencio tienen vida sino por ese que está allí mirándonos mientras nos va gestando con su mente y dando forma con sus manos.

-¡Cuánta soledad! ¡Cuánta incertidumbre! Unos renglones más y el autor nos entregará para ser editados y el lector nos observará un rato, prestará atención (tal vez) a lo que decimos y después...

-Después seremos envoltorio de un paquete, alfombra precaria de un automóvil, o andaremos por el piso o vaya a saber por donde. Si al menos fuésemos recordados como el Castel de Ernesto o la Viterbo de Jorge Luis. Y sin embargo, ¿El destino del autor y los lectores no es parecido al nuestro?

-¿Para ser lo que somos mejor es no haber sido? ¿Quiere decir usted eso con sus palabras?

-Bueno... no puedo responder eso, porque no siendo yo quien soy ¿cómo podría decir que cosa hubiera sido mejor?

-Candi, sea usted mismo, respóndale a Inocencio, haga saber su pensamiento a todos los lectores y, sobre todo, dígame a mí, su autor, si para ser lo que es es preferible no haber sido.

-¡Usted!, ¡¿Usted me habla y requiere de mí una certeza sobre el punto?!

-Sí. A pesar de su destino después de los lectores, diga usted si para ser lo que es mejor hubiese sido no haber sido.

-Pues desde esta fugaz existencia que me entrega, desde esta libertad que me concede, le confesaré que si para ver el sol fue menester apenas un parpadeo, apenas un suspiro, me doy por satisfecho con tan poco haber vivido.

Candi II
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