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 domingo, 16 de octubre de 2005  
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Cuando las ideas son historia
Carlos Altamirano presenta en "Para un programa de historia intelectal" (Siglo XXI) algunos de sus ensayos críticos donde analiza el rol de las elites culturales en el marco de una historia de las ideas. Aquí un anticipo

Carlos Altamirano

El peronismo activó todos los significados ligados con la palabra pueblo, evocando alternativamente al pueblo-nación, al pueblo-obrero, a los humildes y, tanto para adictos como para opositores, a las masas. La crítica contra los "privilegiados del intelecto" continuó, pero los querellados no respondieron sino indirectamente. El "año echeverriano", es decir, la campaña de celebración del centenario de la muerte de Esteban Echeverría en 1951, fue una forma de oposición intelectual al peronismo y una reivindicación del papel rector de los intelectuales en la historia nacional. De todos modos, lo distintivo fue que no hubo duelo entre los contrincantes, que permanecieron en esferas incomunicadas. Cuando en 1954 Jorge Abelardo Ramos publicó "Crisis y resurrección de la literatura argentina", el panfleto en que tomó a su cargo el proceso contra la intelligentzia, traduciendo a un esquema leninista la vieja condena nacionalista al cosmopolitismo cultural, sus tesis sólo conocieron la réplica de Ramón Alcalde en la revista Contorno.

La década peronista tuvo, ciertamente, efectos sobre el sector intelectual adversario, pero la alteración no se haría perceptible sino luego del derrocamiento de Perón. También allí, originando en las filas de la constelación intelectual antiperonista una grieta que el tiempo no haría sino ensanchar, se instaló después de 1955 el tema de la dicotomía elites/masas y la idea de que el pueblo era portador de una verdad que los doctos habían ignorado y de la que debían aprender. Hacerse portavoz de ese pueblo y de esa verdad ignorada se volverá entonces una posición políticamente ventajosa en los debates ideológicos, dotando a quienes supieran ocuparla de una autoridad que otros recursos intelectuales no podrían igualar.

Quien arrojó el tema en el campo del antiperonismo fue un nacionalista, Mario Amadeo. Perón, escribirá, "exacerbó un problema que nos es común con toda Hispanoamérica y que forma como el nudo de este drama: el divorcio del pueblo con las clases dirigentes". En su réplica, Ernesto Sábato retomará el punto: "Es que aquí nacimos a la libertad cuando en Europa triunfaban las doctrinas racionalistas". Y la misma unilateralidad que en el siglo XIX había impedido que los "doctores" comprendieran a los caudillos, bloquearía la comprensión del peronismo un siglo más tarde. En el discurso de Sábato el pueblo no es sólo la masa desposeída, sino también el portador del sentimiento y las pasiones: el pueblo-instinto, ese lado nocturno del ser colectivo desconocido o despreciado por el racionalismo de los ideólogos. "Así se explican tantos desgraciados desencuentros en esta patria (Ernesto Sábado, «El otro rostro del peronismo», 1956)".

La brecha que se abrió dentro de quienes se habían unido en la oposición al peronismo fue mayor entre los jóvenes que entre los adultos y alejó a los primeros de los segundos, sobre todo en el mundo universitario. Pero lo que llevó a los jóvenes a romper con el progresismo liberal de los mayores no fue el eco de la cultura peronista, sino el afán de cancelar esa distancia con el pueblo que el peronismo convirtió en un dato sensible. Nadie ha recordado con más elocuencia que David Viñas la mezcla de deseo y expectativa que inspiraba ese pueblo al que se iba a "espiar" en la Plaza de Mayo:

"... el populismo siempre nos fue grato y las grandes manifestaciones peronistas nos fascinaban. La fuerza que descubríamos allí nos tomó de sorpresa cuando íbamos a espiar y verificar el número de hombres que realmente se reunían a escuchar. El ímpetu y la insolencia que cargaban y el malestar que infundían en el Barrio Norte nos satisfacía aunque tardásemos en confesarlo. Las marcas de pintura roja a lo largo de la calle Santa Fe nos divertían hasta por su tono melodramático. El miedo de la vieja burguesía nos alentaba, hasta nos daba la dimensión de lo que sería nuestra futura fuerza: si a los obreros -pensábamos- que avanzan a la bartola les sumamos dos o tres ideas bien precisas aportadas por nosotros, esto se podía convertir en algo formidable (David Viñas, «Una generación traicionada...», Marcha, Montevideo, 1959)".

Había, sin duda, cierto sarcasmo en esa evocación de la embriaguez populista que provocaba la esperanza de cruzarse con las masas. El mismo escritor, sin embargo, habría de mostrar que tomaba en serio el deseo de ese encuentro. Así, no hallamos ya ninguna ironía en la foto que pocos años después apareció en la retiración de contratapa de su libro "Las malas costumbres". Se podía ver allí el rostro de Viñas y detrás, como fondo, un afiche donde se divisaba una multitud, la sigla CGT en grandes caracteres que parecían elevarse desde el gentío, y debajo las letras E, R y la mitad de la O, que dejaban adivinar el nombre de Perón, que era parte del anuncio pero quedaba fuera del cuadro. Era la figuración de la idea, podría decirse: el escritor de izquierda con su pueblo, que no era el pueblo imaginado de la alianza progresista, sino el pueblo histórico con sus símbolos.

La cuestión del divorcio entre elites y masas recorrió, pues, todo el espacio ideológico, de una orilla a la otra. Moldeado en los años de 1930 con recursos de la cultura de derecha, el tema se alojaría en la cultura de izquierda unas décadas después, proporcionándole, al menos a una parte de ella, la clave para describir e interpretar la marginalidad política de todas las variantes, reformistas o radicales, del socialismo. Como sus ancestros liberales, la izquierda argentina había sido también cosmopolita y libresca. Esta era, a juicio de Juan Carlos Portantiero, la verdad desoladora de la izquierda. "Ideológicamente hemos sido coetáneos de todas las experiencias y de todas las discusiones del socialismo europeo", escribirá, para observar a continuación que de la historia argentina había que sacar la triste conclusión de que "cada gran irrupción de las masas argentinas se hizo con símbolos no sólo distintos, sino también opuestos a los que proponía la izquierda". Los intelectuales y los políticos que proclamaban esta identidad e hicieron suya la tradición liberal del siglo XIX, proseguirá, resultaron "epígonos de todas aquellas frustraciones que marcaran un hiato insalvable entre elites modernistas y masa, durante la primera etapa de configuración de la comunidad nacional".


En la izquierda
Al insertarse en la izquierda, el tema se entrelazó con otros razonamientos doctrinarios y adquirió sentidos que no tenía en la constelación originaria. En su nuevo ámbito, la representación del pueblo tenía su núcleo en la idea del proletariado, depositario de la nación y, a la vez, clase redentora; la figura del intelectual no remitía ya, al menos inmediatamente, a la oligarquía, sino a la clase media, de donde provenía y a donde tendía a volver (en el fondo del intelectual, aun de izquierda, dormitaba siempre el pequeño burgués y viceversa); el divorcio de elites y pueblo alimentaba el deseo de otra alianza: una alianza que no se fundara en el proyecto de conversión del pueblo que había animado a las elites progresistas, sino que se anudara con la cultura política del pueblo y la historia de la nación. La izquierda de este nuevo pacto sería una izquierda nacional-popular. Sólo así, se creyó entonces, la comunicación sería posible, la revolución dejaría de ser un fenómeno extranjero y el intelectual podría ser algo más que un consumidor de los debates y las modas de la cultura europea.

La idea de una alianza populista radical no fue el único efecto que puede asociarse con la problematización del aislamiento de la intelligentzia en el ámbito de la cultura de izquierda. Inspiró también un reexamen de la historia de las elites cultivadas. La revisión más penetrante la produjeron los escritores y críticos surgidos de Contorno. En ese sentido, el libro de David Viñas "Literatura argentina y realidad política", publicado en 1964, es, antes que una historia de la literatura, una historia de las elites letradas que tiene en el "europeísmo" una de sus claves. Lo mismo puede decirse del estudio de Adolfo Prieto "La literatura autobiográfica argentina" (1964), y de varios ensayos de Noé Jitrik. Este cauce histórico-crítico fue el más productivo, el que dejó un legado que aún es activo, como un fermento. En cambio, el proyecto de la izquierda nacional-popular sólo se añadió a la lista de las frustraciones...
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La aparición del peronismo en la escena pública profundizó el debate.

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