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 domingo, 16 de octubre de 2005  
Corresponsal
La euforia y el espanto
La tradicional fiesta de la Mercé, en Barcelona, revive el inquietante espíritu de las antiguas celebraciones populares

María Laura Frucella

Será por el aire gris que impregna la tarde prefigurando el otoño ya próximo. Voy por Garcilaso y veo que dos calles más abajo han montado un parque de diversiones transitorio: estos días se celebra la fiesta de la Mercé en Barcelona y en los barrios hay pequeños ecos del festejo general. Será que no me gustan los parques de diversiones, o que casi siempre al acercarme a las ferias barriales no puedo evitar la sensación de estar metiéndome en una caja de muñecas viejas. Sacan a la calle juegos añosos que se mueven al ritmo de alguna música hondamente antigua, música country, o un vals, o tal vez un paso doble; me quedo mirando a una nenita que se deja agitar en el tazón colectivo, al lado de sus amigas, bien agarrada a la baranda, con cara de valiente y el pelo que le vuela por la cara -esa música que me raspa suciamente el fondo de la memoria ha de ser gloriosa para ella, una banda sonora brillante, única.

O será tal vez que soy monolingüe, monopatria, o que todos lo somos y no podemos dejar de proyectar tristeza en los festejos de los otros. La fiesta de la Mercé tiene una bella historia: dicen que en 1218, en tiempos de guerras religiosas, la Virgen se le apareció al rey Jaime I y le pidió que fundara una congregación de monjes consagrados a la tarea de salvar a los cristianos presos en manos de mahometanos. Siglos después, en 1687, una plaga de langosta azotó Barcelona: por la intercesión de la Virgen de la Mercé se extinguió la plaga y la virgen fue nombrada patrona de la ciudad. Recién a principios del siglo veinte la población campesina empezó a celebrar estas fiestas al inicio del otoño, con la cosecha terminada, el calor agotándose y un nuevo ciclo anual por comenzar. La fiesta sufrió altibajos en épocas del franquismo, pero desde la llegada de la democracia ha ido cobrando vigor.

Más allá de los barrios, la fiesta se celebra en grande: conciertos, bailes, desfiles de gigantes y brujas, muestras gastronómicas, espectáculos de circo, una cabalgata, acrobacias aéreas, artistas callejeros, fuegos artificiales, exposiciones. Hay una clara intención de parte de los organizadores de recuperar las tradiciones y al mismo tiempo tomar elementos de la cultura popular actual. Pero miro el programa de actividades y nada me atrae; me asalta la idea de que el ayuntamiento está tratando de divertirme, a mí y a muchos otros, tratando de que salgamos a la calle, de que celebremos. Y yo, simplemente no tengo ganas -o será que alguien amado sufre hoy en Rosario, y yo sufro con él.

Al final, decido darme una vuelta por el Correfoc de la Plaza Antoni López. Bajo por Laietana y ya se oyen los tambores, la plaza está llena, de un momento a otro empezarán los fuegos. Le pregunto a un policía dónde será el correfoc, aquí mismo, me dice, donde está usted. Son las ocho y media y es de noche, suenan los primeros disparos de trabuco y ya van saliendo los gigantes: el dragón, imagen del mal, el águila, símbolo del poder político. Los diablos empiezan a quemar los cetros con forma de tridente: la pólvora encendida se esparce en todas las direcciones; algunos están preparados para correr bajo el fuego, llevan pañuelos en la cabeza y en la boca, lentes, ropa ligera. El resto de la gente se apretuja empujando hacia atrás, entre gritos y risas somos una única masa que se estremece, deslumbrada de fuego y ruido y figuras imponentes; por último aparece el Mascle Cabró (Macho Cabrío) que representa la máxima ferocidad y el desenfreno sexual.

Algo de esta fiesta me llevo en los ojos, ahora que me alejo del lugar donde todavía estalla un petardo y suena algún tambor mientras la humareda se disipa, lentamente difuminada por las luces nocturnas. Algo que me dice que las fiestas son de unos y otros -los nacidos aquí y los extranjeros-, que se hacen con la materia viva del pasado y el presente, el mal y su conjura, la euforia y el espanto.
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Ritual. La quema de cetros en la última fiesta de la Mercé.

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