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 domingo, 09 de octubre de 2005  
Islandia, tierra de prodigios

Daniel Molini

Aproximadamente 100 mil kilómetros cuadrados le alcanzan a Islandia para acumular glaciares, fallas, lagos y macizos de lava, haciéndolos protagonistas de un paisaje donde lo ancestral se revela como novedoso y la naturaleza actúa como suprema prestidigitadora.

Con su "varita" de renovar el planeta, la madre de todos los paisajes de pronto hace explotar el fondo marino alumbrando una isla, o convierte a un volcán en chimenea, indicando con señales de humo que está preparado - en caso de recibir la orden - para comenzar a toser.

Islandia es un territorio donde las tierras fértiles, pocas, compiten con lava estéril, mucha; donde los ovinos, muchos, son observados por aves marinas, también muchas; y donde los nativos, pocos, atienden con devoción a los turistas que llegan, también pocos, aunque cada vez sean más.

En la capital, Reykjavik, se aloja más de la tercera parte de una población acostumbrada, en invierno, a tratar al sol de usted, pues solo se digna mantener su presencia pocas horas, o a tutearlo con alegría en los meses de verano, convertido en un visitante con ganas de alumbrar, fabricando jornadas larguísimas repletas de luz.

En Islandia los extremos parecen tener privilegios: extremo de frío en nieves y glaciares: extremo de calor en géiseres y estaciones geotérmicas; extremo de belleza en los colores, donde los ocres minerales, decididos, contundentes, se hacen amables gracias a los verdes, tímidos, de plantas bajas, musgos y gramíneas; extremo de contraste en las zonas de cultivos, donde las tierras quedan pálidas tras la siega, al tiempo que cilindros de forrajes, enormes, amarillean en los costados; extremo de accidentes geográficos, como los de la enorme falla donde dos placas tectónicas -euroasiática y norteamericana- se separan, irreconciliables, provocando un socavón irregular que se recorre con respeto.


Tierra de prodigios
Acostumbrados a luchar contra los elementos, a la necesidad de tener que resguardarse del frío, la lluvia y los temblores, de las erupciones y de todos los pronósticos, los islandeses saben que viven en una tierra de prodigios, por eso mantienen renovada la leyenda que habla de la puerta del infierno.

Según los antiguos reside en el volcán Hekla, al que nunca se le ve la cima, envuelta en brumas y nieblas permanentes. Según la tradición este ocultamiento es un buen augurio, porque en caso contrario podría considerarse como si la fumarola y todos los azufres en combustión estuviesen aguardando al "desafortunado" testigo.

Islandia es un país de novela, lugar donde Julio Verne inicia su prosa increíble hacia el centro de la tierra, donde hay una escultura dedicada a Leif Ericson, islandés y navegante, considerado el primer hombre europeo desembarcado en América del Norte Islandia es un país limpio, ordenado, donde no se puede conducir a más de noventa kilómetros por hora, un país que a pesar de ser maltratado, en algunos momentos de su historia, por los más de 200 volcanes que se turnan para despertar, los siguen respetando y estudiando, incluso al Laki, que en 1783 ocasionó la muerte de miles de personas.

Islandia es un país con los niveles sanitarios más desarrollados del mundo, que extraña, porque no existen, víboras, sapos o ranas, y donde se mantienen parques nacionales que pueden ser visitados en circuitos de un día, de dos o de tres.

El más popular, durante muchos años, fue el Golden Circle, que partiendo desde la capital se acerca a Geysir, accidente que le puso nombre propio a todos los chorros de agua caliente que surgen de las entrañas de la tierra. En el área de Geysir, zona de piedras, paisajes bravos y flores silvestres, destaca el géiser Strokkur, y lo hace como el más confiable, capaz de lanzar sus bufidos al aire cada cinco minutos.

Es muy interesante el fenómeno de la expulsión de vapor. Uno llega a un lugar donde la corteza tiene una capa dura, a fuerza de años y años de trasiegos de sílice y sulfatos. En ese sitio existe una oquedad -especie de ombligo superlativo- que va recibiendo agua, la misma que fue expulsada previamente. Favorecido por el declive y las ganas de tragar se va llenando poco a poco, y aunque a veces parece desbordarse se contiene.

Detrás de unas referencias que pretenden ser vallas la gente aguarda, expectante, y de pronto grita en sus idiomas respectivos, "ahora", "ya", pero ahora o ya no sucede nada; hay que seguir esperando.

El agua hierve, asoma, se arrepiente, regresa al interior, hasta que en un momento determinado explota con una tensión insospechada, elevando una columna de espuma y vapor a 20 metros de altura, repitiendo el fenómeno un par de veces hasta que se agota, mientras los expertos anuncian la próxima función en apenas cinco minutos.

Afortunadamente existen más espectáculos naturales, por todos lados, se mire hacia donde se mire. Atravesando la península de Reykjanes se llega a una cascada impresionante que se nutre del segundo glaciar, en tamaño, de Islandia. Algo más de 70 kilómetros cuadrados de hielo que el tiempo ha "amarronado", cansado de contarle la edad.


Estación de agua
En las últimas temporadas el flujo turístico ha llegado también a Blue Lagoon, una estación de aguas termales modélica, con piscinas humeantes al aire libre mientras por fuera la temperatura ruega calefacción.

Al final de las jornadas siempre espera Reykjavick ubicada en un lugar donde la tierra suele confundirse con el hielo, convertida en la capital más septentrional del mundo.

Desde cualquier posición puede verse la catedral luterana, recordando una columna de lava, perfectamente tallada, que se alza hacia el cielo. A nivel del suelo aguardan museos, el Conservatorio de Música, o la Galería Nacional.

Es muy posible que al final del viaje alguien pueda preguntar que es lo que más nos gustó de Islandia, y es muy posible que se dude en responder. ¿Cómo elegir lo que más cuando todo es lo que más?
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El frío de los glaciares se conjuga con el fuego de los volcanes.

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