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 sábado, 17 de septiembre de 2005  
Reflexiones
Violencia y pobreza

Tomás Abraham / Especial para La Capital

Nos distinguimos de los países del Primer Mundo por la violencia y la pobreza. Esto no quiere decir que haya algún país en la Tierra en que no exista el menor indicio de pobreza y que no se produzca jamás el más mínimo brote de violencia. No existe semejante lugar, ni ha existido jamás, ni probablemente exista nunca. Estamos hablando de la diferencia específica, de la densidad de la vida cotidiana, de aquello que tiene una presencia insoslayable y modifica nuestra subjetividad: es decir la conducta y el estado de ánimo.

  Por ejemplo; llegar a una ciudad como Estocolmo nos coloca en presencia de un clima gélido y oscuro, de un orden urbano impecable, de la ingestión masiva de bebidas blancas, de la presencia de un Estado de bienestar aún fuertemente consolidado. Aterrizar en Buenos Aires nos pone en contacto con gente en la calle pidiendo limosna, una ciudad cortada por grupos encapuchados y con palos, partidos de fútbol con heridos y hasta muertos, con discursos políticos amenazantes y agresivos.

  En toda urbe de grandes dimensiones hay brotes de violencia, nosotros vivimos con ella. Este fenómeno es parte de nuestra vida cotidiana, ya sea por lo que podemos encontrar en la calle, o por lo que nos entra por los ojos y oídos en nuestra casa por los medios de comunicación. De un modo o de otro estamos en contacto con la violencia, lo que nos vuelve necesariamente paranoicos, desconfiados y, a la vez, intolerantes.

  Explicar la violencia es un ejercicio escolástico porque con la palabra “explicación” se pretende encontrar una causa. Pero hay algo que no deja de ser cierto: el clima de violencia cotidiana —cuando por supuesto no se está en una guerra o en una invasión— sí tiene que ver con la pobreza.

  En una sociedad en la que la madre soltera recibe un subsidio que le permite pagar un alquiler, tener un sueldo que le alcance para la compra de alimentos para todo el mes, la escolaridad gratuita para su hijo y un seguro médico completo, es una sociedad que baja los niveles de violencia.

  Una sociedad en la que un desocupado tiene un seguro que no lo deja sin techo y le facilita transporte y alimentación hasta que se reintegra al mundo laboral cuando pueda (o, a veces, quiera) hacerlo, también es una sociedad que reduce sus niveles de violencia.

  Por lo tanto la violencia social —ya sea en la forma de secuestro, robos, crímenes— tiene que ver con la pobreza.

  Ahora pensemos con qué tiene que ver la pobreza. Algunos dicen que es una manifestación de la injusticia: en sus formas de explotación, opresión basada en la propiedad de medios de producción como capital, todas las variantes de la dominación que resultan de una clase en el poder, y una mayoría dominada por distintas formas de succión de energía y dinero.

  Otros dicen que la pobreza resulta fundamentalmente de una pésima política estatal, de una clase gobernante corrupta, de un sistema de inseguridad y de temores que impiden la inversión, el trabajo organizado y la generación de riquezas.

  ¿Qué sucede si las dos afirmaciones son ciertas? ¿Qué decir si estos modos explicativos que provienen tanto de la izquierda como de la derecha convergen en una misma realidad o en una misma verdad?

  Tomenos el caso de Rosario. Se dice que Rosario se ha embellecido, que la calidad de vida de los rosarinos ha mejorado, que tiene una Intendencia socialista que trabaja bien en las áreas de salud y educación. Que el plan de erradicación de las villas de emergencia se lleva a cabo gradualmente, que la construcción tiene un crecimiento notable y que el índice de desocupación ha bajado radicalmente.

  No hay dudas de que esto que se dice nada tiene que ver con la imagen de hace pocos años que nos mostraba un asado de gato en los suburbios de la ciudad y el sitio de los supermercados por pobladores de la zona.

  La honestidad de un gobierno, el uso controlable de los dineros públicos, la eficiencia de una administración, son imprescindibles para lograr este tipo de resultados. Pero no es suficiente, a esto hay que agregar la inversión en el campo debido a la cotización favorable del dólar y a la demanda de países poderosos, el despegue de la producción agrícola, la exportación de la soja, la actividad de talleres de herramientas y maquinarias, la rentabilidad del capital que hace atractiva la actividad comercial, el aumento del consumo en pequeñas ciudades, la inversión inmobiliaria, el movimiento portuario, el negocio turístico.

  Lo que acabo de nombrar es una conjunción entre un gobierno socialista y una actividad capitalista intensa. ¿Qué otra cosa ha inventado la modernidad más potable que esta convergencia de generación de riquezas y administración que cuida los intereses de la mayoría y que ha sido bautizada con el tradicional término de socialdemocracia?

Sin embargo, debe haber algun motivo —en realidad hay más de uno— por el que este término ha tenido tan mala trayectoria en nuestro país. La lucha de Lula en un Brasil con más del 60 por ciento de analfabetos funcionales y de cacicazgos federales, la realidad de la concertación chilena que en un país jerárquico e inequitativo puede mostrar el exclusivo resultado de ser el único país de Latinoamérica que baja el índice de pobreza, señalan que la conjunción de la que hablamos se busca en otras latitudes.

  Desde el punto de vista que aquí expongo no veo otra esperanza de una sociedad que la que se desprende de este tipo de funcionamiento. Ninguna otra utopía. Esto no significa que no exista la lucha de clases ni que la injusticia se volatiliza del mundo, sino que se correrá el umbral de la injusticia, como así el de la miseria y el de la opresión.

  Porque la ética también tiene umbrales, no es una cuestión con la que sólo pueden declamar los absolutistas y los fundamentalistas. Son aquellos que en nombre de la Justicia con una gran mayúscula inventan una política pornográfica, una pornopolítica, en la que desfilan mutilados, niños secuestrados y órganos vendidos, prostitución y tráfico de esclavos, el apocalipsis y las lluvias de fuego. Se caracterizan por ser espíritus vengativos que no pueden inventar nada que tenga que ver con la vida, son hijos de un resentimiento sin salida que condena al infierno al consumidor de la modernidad, al televidente, al rockero, al shopping, a la hamburguesa, se hacen un festival puritano espantados por la “posmodernidad” y la globalización para que la aldea se cierre sobre sí misma, y que todo gire alrededor de un Castillo, otra vez con mayúscula, en el que un gran Jefe, su burocracia, su servicio secreto y sus comisarios culturales, depuren cada esquina y cada casa de los elementos nocivos en un mundo perimido y deteriorado.

  El escritor Jorge Semprún decía en una entrevista reciente que el reformismo no es la política del “de a poco”, sino del día a día. Michel Rocard, el político socialista francés, afirmaba en otro reportaje que la ultraizquierda siempre pedirá aquello que traba la negociación y tiende a la ruptura. Termino con un pensamiento del filósofo Gilles Deleuze: el fascismo se define por la voluntad de demolición.


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