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 sábado, 17 de septiembre de 2005  
Reflexiones
El calentamiento global azota Nueva Orleans

Jeremy Rifkin (*) / El País (Madrid)

Primero fue el ensordecedor estruendo del Katrina que se cernía a 240 kilómetros por hora sobre la costa del Golfo, en Estados Unidos. Luego fue el silencio sobrecogedor, mientras las víctimas eran arrastradas hasta la orilla y al mar. Y en los días posteriores, parece que todo el funcionariado de Washington está aguantando la respiración, por si el vergonzoso secreto sale a la luz: que el Katrina es la factura de la entropía por haber incrementado las emisiones de dióxido de carbono (CO2) y el calentamiento global.

Los científicos llevan años advirtiéndonos. Nos dijeron que vigiláramos el Caribe, donde es probable que aparezcan los primeros efectos dramáticos del cambio climático en forma de huracanes más rigurosos e incluso catastróficos. En los últimos años se ha reanudado la actividad e intensidad de los huracanes en la cuenca del Caribe. Ahora, la tormenta asesina del Katrina se ha cobrado su venganza y ha sembrado una devastación incomprensible en una amplia franja de la zona sureste de Estados Unidos.

La realidad es que se recordará al Katrina como la "gota que ha colmado el vaso" en la era de los combustibles fósiles, el momento en el que la ciudadanía estadounidense comenzó a descartar el cómodo mito de que el fin de la etapa del petróleo y los catastróficos efectos del calentamiento global pertenecen a un futuro lejano. El futuro llegó a las costas del lago Ponchartrain con una gigantesca ola que se precipitó por las calles de Nueva Orleans para sembrar la destrucción y el caos en las tierras bajas de la región del golfo de Misisipi el lunes 29 de agosto, y el resultado es que Estados Unidos y el mundo han cambiado para siempre.

El Katrina no es sólo una cuestión de mala suerte, el envite ocasional y por sorpresa de la naturaleza contra una humanidad desprevenida. No se equivoquen. Nosotros hemos creado esta tormenta monstruosa. Conocíamos el impacto potencialmente devastador del calentamiento global desde hace casi una generación. Aun así, pisamos el acelerador, como si nos importara un bledo. ¿Qué esperábamos? El 25% de los vehículos estadounidenses son utilitarios deportivos, todos ellos con motores mortíferos que arrojan cantidades récord de CO2 a la atmósfera de la Tierra. ¿Cómo explicar a nuestros hijos que los estadounidenses representan menos de un 5% de la población mundial, pero que devoran más de una cuarta parte de la energía de combustibles fósiles producida anualmente? ¿Cómo decir a los apesadumbrados familiares de las víctimas que han perdido la vida en el huracán que hemos sido demasiado egoístas como para permitir tan siquiera un modesto impuesto adicional de tres céntimos por cada cuatro litros de gasolina para fomentar el ahorro de energía? Y cuando nuestros vecinos europeos y de todo el mundo pregunten por qué la ciudadanía estadounidense estaba tan poco dispuesta a convertir el calentamiento global en una prioridad mediante su firma del Tratado de Kioto sobre el cambio climático, ¿qué les diremos?

En los próximos días y semanas, millones de estadounidenses saldrán al rescate de las víctimas del huracán Katrina y ofrecerán sangre, cobijo y ayuda económica. Las catástrofes naturales sacan lo mejor del carácter estadounidense. Nos enorgullecemos de estar ahí para el prójimo cuando pide ayuda a gritos. ¿Por qué no somos capaces de dar la misma respuesta apasionada cuando es la Tierra la que la pide? Vergüenza tenía que dar a Estados Unidos y a los pueblos de otros países -no somos los únicos- el haber antepuesto sus caprichos y gratificaciones personales a corto plazo al bienestar del planeta. Por supuesto, ahora estamos pagando el precio. Nos encontramos atrapados entre dos frentes tormentosos. Por un lado, la demanda petrolífera global está eclipsando, por primera vez en la historia, al suministro global de petróleo. El precio de un barril de crudo es ahora de 62 dólares en los mercados mundiales.

Estamos entrando en las últimas décadas de la era del petróleo, con consecuencias que no presagian nada bueno para el futuro de la economía global, dominada casi totalmente por los combustibles fósiles. Aunque nuestros petrogeólogos no están seguros de cuándo alcanzará la producción global de petróleo su techo -el momento en que se haya consumido la mitad del petróleo recuperable del mundo-, todo el mundo, excepto las ilusas almas del sector petrolífero, tiene claro que el principio del fin está en el horizonte.

Por otro lado, nuestra biosfera se retuerce por el aumento de los gases de CO2, y no hay salida ni escapatoria. Nuestro planeta se está calentando y nos está atrapando en un nuevo periodo impredecible de la historia. Durante las próximas semanas se celebrarán miles de misas conmemorativas para presentar nuestros respetos a los muertos, desaparecidos y heridos. Habrá nerviosismo y recriminaciones. La ciudadanía exigirá saber por qué fallaron los diques que protegían Nueva Orleans y la región del puerto del Golfo, por qué no se adoptaron las precauciones necesarias para reducir al mínimo el impacto del Katrina, por qué la ayuda fue tan escasa y llegó tan tarde. Sin embargo, lo que probablemente no oiremos del presidente Bush y la Casa Blanca, de los líderes empresariales ni, de hecho, de quienes todavía conducimos deportivos es un "¡lo sentimos!" colectivo.

En estos momentos de dolor, el presidente Bush ha realizado un llamamiento al pueblo estadounidense para que se una a las tareas, para que ayude a restaurar los diques y pasos elevados, para que arregle las carreteras y reconstruya las casas y comunidades perdidas en la devastación. ¿Con qué fin, si no ponemos barreras al fantasma del calentamiento global? La próxima vez será una tormenta de categoría 5 o algo mucho peor e inimaginable.

Si pudiera tener la atención del presidente Bush sólo por un momento, esto es lo que le diría: "Señor presidente, si usted hubiera mirado en las profundidades del ojo del huracán, lo que habría visto es la futura desaparición del planeta en el que vivimos". Es hora de decir a los ciudadanos de Estados Unidos y del mundo que la verdadera lección del Katrina es que debemos movilizar el talento, la energía y la determinación del pueblo de Estados Unidos y de todas partes para desengancharnos del oleoducto que amenaza el futuro de todas las criaturas de la Tierra. Presidente Bush, ahórrese sus homilías sobre las agallas y la determinación del pueblo estadounidense para capear el temporal y perseverar. Mejor, díganos la verdad sobre por qué se ha producido el Katrina. Pídanos a todos que nos planteemos un cambio de actitud respecto al derroche de energía que exige nuestro despilfarrador estilo de vida. Exhórtenos a conservar nuestras reservas de combustibles fósiles y a hacer sacrificios en nuestro uso futuro de la energía. Facilítenos una estrategia para llevar a Estados Unidos de los combustibles fósiles a un futuro energético sostenible basado en fuentes renovables de energía y alimentación por hidrógeno. Estamos esperando...

(*) Es el autor de "La economía del hidrógeno: la creación de la red energética mundial y la redistribución del poder en la Tierra" (Paidós, 2002).
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