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 domingo, 10 de julio de 2005  
Santiago de Compostela, donde vive el milagro

Daniel Molini

Suponga que usted llega a Santiago de Compostela de noche, tarde, muy tarde, y comprueba que el aeropuerto esta vacío, que no hay taxis ni autobuses esperando. Tras la suposición, imagino, empezará a preocuparse, sobre todo cuando espíe con curiosidad los aledaños y no vea más que sombras, cercanas y lejanas. No se preocupe, quizás pueda llegar un poco tarde al hotel, con algo de agobio y cargado de maletas y desencanto, pero en cuanto amanezca todos estos sentimientos serán mutados en una sorpresa superlativa.

Santiago de Compostela es una ciudad que atrae por muchos motivos: religiosos, académicos, arquitectónicos, culturales. Todos ellos se dan la mano para saludarse en varios idiomas, en la Plaza del Obradoiro, justo enfrente de la catedral. Allí acuden peregrinos de todo el mundo para abrazar al apóstol Santiago.

Desde hace siglos la imagen interior más venerada ofrece su espalda a peticiones y agradecimientos. Espalda, porque al apóstol se lo abraza desde atrás, como si fuese a traición, sorprendiendo, al tiempo que se observa, más allá de la trascendencia, a la inmensa nave resplandeciente de columnas, filigranas y al gigantesco botafumeiro que vuela en ceremonias contadas, repartiendo incienso a los cuatro vientos.

En una superficie relativamente pequeña, dibujando los límites de la plaza, se alzan hitos que figuran en letras de moldes en todas las enciclopedias que ensalzan el arte bien hecho: catedral, hostal de los reyes Católicos, palacios, instituciones. En síntesis: barroco, cúpulas, gótico, agujas y santidad.

De pronto a uno le entran ganas de aplaudir, y debe reprimirlas para seguir disfrutando de la perfección, ¿cómo es posible tanta? Pero es posible, y aguarda al visitante en las paredes donde se abriga el musgo, en los monumentos, en cualquier rincón donde la humedad o el hierro forjado dibujan figuras imposibles.

Santiago de Compostela invita, por la disposición de sus calles y callejas, a ser caminado, a gastar sus adoquines, de aquí para allá, con el objeto de descubrir sus plazas, reclamos y sitios centenarios. Caminando y preguntando se llega a la colegiata de Santa María de Sar. Cualquier viandante, con uniforme o sin él, informará que está casi al final de la Rúa das Madres, porque todos la conocen.

En cuanto uno llega siente, por segunda vez en el día, ganas de aplaudir. Cuesta creer lo que se está viendo: una estructura equilibrada a base de magia, que se mantiene en pie para seguir siendo ejemplo del románico más perfecto, antiquísimo, con columnas que parecen a punto de curvarse, y que no lo hacen gracias al apoyo que le ofrecen arbotantes incorporados en el siglo XVII.

A cambio de sesenta céntimos de euro se puede pasar al claustro, pleno de luz, donde la admiración y las exclamaciones deben ser aspiradas, para evitar romper el silencio que lo cubre todo.

Debería ser la colegiata de Santa María, con sus paredes oblicuas y cansadas, una visita impostergable, sin embargo no hay público, pena que compartimos con la señora que espera, sola, en la sacristía.

En pleno centro comercial está el bar Derby, donde palpita parte de la historia de la urbe. Paredes casi desnudas, algunos platos de cerámica azules y blancos y un vitral con el nombre señalan el local donde acudía Valle Inclán.

Viendo la vajilla, y con un pocillo humeante en la mano, nos trasladamos a otras décadas, donde las tertulias producían literatura.

Campus, colegios mayores, alameda, iglesias y plazas, marcan los hitos de una ciudad con ganas de agradar. Uno siempre espera regresar a los lugares que conoce, pero por las dudas, nunca está de más repasar y fijar en la memoria, allí donde se alojan las cosas buenas, el color de la piedra, los perfiles de plazas y palacios, las puertas y monumentos.

Torres y capillas, el Pórtico de la Gloria, palacios de Rajoy y Fonseca, Ayuntamiento, casas de Troya y de la Parra, volverán a demorarnos, como hacen desde hace muchos siglos a todos los que llegan. En Galicia la gastronomía es un arte, por eso es un ejercicio necesario levantarse temprano para encontrar el mercado en todo su esplendor.

De allí al Pueblo Gallego no hay más que cuatro pasos. Podrá verse un edificio precioso donde antes había una iglesia, frente a una construcción moderna donde reside el museo de arte contemporáneo.

Cuando concluye la visita, con el espíritu repleto y las entrañas vacías de ganas de irse, uno concluye, de nuevo en el aeropuerto, que las preocupaciones iniciales eran absurdas, porque en Santiago vive el milagro.
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