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 lunes, 20 de junio de 2005  
Reflexiones
Progresistas en tinieblas

Juan José Giani

Suele denominarse conservador a aquel sujeto que desestima, por inconveniente o infructuosa, cualquier mutación fundacional en el curso de los tiempos. El enfático entusiasmo por las primicias del mañana le genera entonces vértigo, inquietud; la agria convicción de que los tesoros de la tradición se aprestan a ser ultrajados por el utopista pernicioso. Circula allí una política del pasado, una filosofía de la historia asentada en el ejercicio virtuoso de la añoranza.

Clint Eastwood ha impregnado de espíritu conservador buena parte de su filmografía más destacada. Sólo que en un sentido algo diferente al antes señalado. El pasado permanece como fuente de sentido, pero no para rememorar glorias a ser recuperadas sino para advertir episodios traumáticos que hacen naufragar toda esperanza de un porvenir placentero. Su doctrina de la conservación no se nutre del gesto apologético respecto de lo que fuimos sino del señalamiento de sufrimientos atávicos que fatalmente nos constituyen. Veamos por caso su última película, "One million dollar baby". Ganadora del Oscar, la crítica especializada centró su atención en los dos aspectos más obvios del filme. Los deplorables vericuetos del mundo del boxeo y la legitimidad de la eutanasia. Se descuidó sin embargo una circunstancia que otorga densidad simbólica al conjunto del relato. El personaje de Eastwood carga con una culpa originaria. Ha infligido un grave daño a su propia hija (nunca se explicita en qué consistió) y ella le niega reiteradamente el perdón. El hombre concurre asiduamente a misa y ni siquiera allí encuentra consuelo. El resto lo sabemos. El entrenador le transmite sus sabidurías boxísticas a una joven que en un combate cumbre recibe una feroz paliza y queda postrada. Eastwood, por piedad, le quita el respirador. El espectro de la ofensa paternal sobrevuela dictaminando su condena.

Todas sus obras más fructíferas transitan siempre este núcleo interpretativo. "Un mundo perfecto", "Los imperdonables" o "Río Místico" exhiben sucesos ancestrales que retornan perturbadoramente bajo la silueta de un veredicto aciago sobre el presente. El criminal prófugo protagonizado por Kevin Costner, el pistolero retirado encarnado por el propio Eastwood o el niño abusado (en la magistral interpretación de Tim Robbins) permanecen encadenados a sí mismos, apresados por una lapidaria lógica de la repetición. Los filósofos del progreso no conocieron el cine pero admiraron la arrasadora bienaventuranza que auguraba el fuego de la modernidad. Imaginaban el decurso de la civilización como una incesante superación cualitativa del pasado. Condorcet, Hegel, Alberdi o Marx (por citar sólo algunos), esgrimiendo programáticas teóricas y políticas bien diversas, blandieron no obstante una común e impertérrita confianza en la perfectibilidad creciente de las sociedades.

El mundo pretérito no acuña secretos impolutos ni funciona como un karma gravoso, sino que expone un gigantesco mapa en el que es posible advertir cómo los pronósticos de un futuro mejor se abastecen de antecedentes palpables y valederos. Si para el pensamiento conservador, la tradición subyuga (como edad de oro o como incidente trágico), para los progresistas la tradición complica, por cuanto tracciona indebidamente una dinámica histórica que no tolera presagios agoreros.

La industria editorial en ocasiones concede gratas noticias. Ha vuelto a circular en librerías "Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana", material escrito en 1929 por José Carlos Mariátegui. De lectura ineludible para cualquier estudioso atento a las tribulaciones políticas de nuestro continente, el texto representa el producto más sabroso de sociología marxista parido por el pensamiento latinoamericano.

Procurando distanciarse del stalinismo dominante en el comunismo de aquel entonces, Mariátegui diseña una heterodoxia intelectual destinada a contravenir los enfoques naturalistas del acontecer histórico. Advirtiendo que en el Perú de su tiempo convivían resabios del colectivismo incaico, incrustaciones del feudalismo hispano y un industrialismo apenas larvario introducido tras la Independencia, considera recomendable un salto directo al socialismo, sin aguardar con paciencia reformista la maduración de las fuerzas productivas ínsitas al capitalismo.

Lejos de cualquier marxismo imitativo y cientificista pensaba a la historia como no indefectiblemente sometida a un esquema rígido y etapista de desarrollo social. Ahora bien, ¿cómo sería factible que en un país de composición básicamente indígena-campesina y proletariado débil semejante acontecimiento revolucionario tomase carnadura efectiva? Apelando al mito, dirá Mariátegui; esto es a un imaginario ancestral colectivizante que permea las conciencias del campesino expoliado. Pervivencia cultural de la civilización incaica que funcionando como tradición viva permite proyectar esperanzas igualitaristas. De otra manera. El pasado no aborta ni desalienta al progreso: es su inescindible y nutritiva condición de posibilidad. Hace ya largo rato que en la Argentina escuchamos hablar de "sectores progresistas". De significado impreciso pero aplicación reiterada, al término suelen adoptarlo grupos de diferente extracción partidaria para referirse a un conglomerado de valores y simpatías programáticas. Contra la izquierda clásica, creen viable introducir reformas sociales significativas al capitalismo; contra la derecha autoritaria, estiman la calidad institucional y los derechos de última generación; contra las corrientes neoliberales, proponen un estado que vigile las prepotencias del mercado y accione para distribuir equitativamente los frutos del crecimiento económico.

Hay progresistas de afuera (los que recelan de las dos fuerzas políticas mayoritarias) y progresistas de adentro (los que aún postulan la pertinencia de continuar en ellas). Sus tropiezos y desvelos no son adjudicables, únicamente, a torpes plataformas o desatinos a la hora de los comicios; sino a su persistente carencia de una adecuada política del pasado, de un competente posicionamiento frente a la gravidez de las tradiciones políticas argentinas. La rotunda necedad que llevó en su momento al Frepaso a enhebrar acuerdos orgánicos con la Unión Cívica Radical y la indolencia de la centroizquierda actual para prestar una colaboración razonable a la gestión del presidente Kirchner testimonian con

nitidez lo dicho.

Comprar el paquete completo sin beneficio de inventario o meter a todos en la misma bolsa: he ahí la alternativa castrante que desemboca en el seguidismo cabizbajo o la virulencia despectiva. Falta por cierto alimentarse del antecedente Mariátegui: rescatar las mejores páginas de la memoria social argentina para lanzar desde allí transformaciones con algún nivel de receptividad popular.

Sin un principio de selectividad de las tradiciones, el progresismo se desplaza en tinieblas. Los progresistas de afuera, oscilando entre el pragmatismo electoral y el desdén cultural, deambulan en la bienpensante inoperancia. Los progresistas de adentro, aún en su afanoso empeño, pactan con lo que aspiran a erradicar y entorpecen el necesario alumbramiento de una nueva fuerza política despojada de pillos y menemistas camuflados.
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