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 domingo, 19 de junio de 2005  
Interiores: antes y después

Resultaría difícil saber o tratar de calcular, cuántas veces a lo largo de una vida se usan este par de opuestos, al mismo tiempo tan complementarios. Antes y después son dos dimensiones de tiempo con los que cada tanto nos topamos, y de los que suele resultar una toma de conciencia, pero aun así, nada como el tiempo para poner en apuros a la susodicha conciencia humana.

Buena parte de los aires humanos, que más que aires son humos (y muchas veces pesados humos) se deben a este particular espacio de nuestra psiquis que es la conciencia, un espacio negado a nuestros hermanos biológicos, y del que nosotros tantas veces hacemos jactancia. Sumando una más a las innumerables clasificaciones que circulan por este mundo, se podrían organizar los "antes y después" básicos que se presentan a lo largo de la existencia de la siguiente manera:

u Los antes y después del amor.

u Los antes y después de un logro.

u Los antes y después de la muerte.


Los antes y después del amor forman parte de la danza entre lo lleno y lo vacío, danza que abusivamente se podría catalogar como la dialéctica entre lo lleno y lo vacío, ya que el humano aun en todas las variaciones posibles e imposibles, y en todas las excepciones circulantes, es un ser esencialmente oral. Tan así, que en su constante traspasar y transgredir los límites de lo biológico y muchas veces saltándose las buenas costumbres, es capaz de comer hasta con los ojos.
El antes y después de hacer el amor configura un momento particularísimo, de los pocos que pueden pertenecer al listado de las instancias de tiempo que verdaderamente pueden llamarse "momento". Al menos por dos posibilidades más bien opuestas. Si después de hacer el amor, el amor sigue, entonces los amantes se vuelven atemporales. Al menos por un rato, y los respectivos seres que atravesaron por un momento el milagro de lo recíproco, se vuelven más livianos y con una agilidad diferente a la gimnasia de los gimnasios. Viven en lo que se podría llamar una agilidad existencial, unidos por el placer después del placer, quizás el único momento en que cuerpo y alma están en paz lo que se refleja en la tranquila sonrisa de los amantes, y todo así, hasta que la vida los separa. Hasta el próximo momento.

En cambio, si después de hacer el amor, el amor no sigue, o no sigue porque no estaba, los amantes, o tal vez habría que decir los no amantes, quedan atrapados en el momento absolutamente contrario al anterior: nada peor que estar preso en y por el tiempo, algo así como sentir transcurrir los segundos o ser consciente de una secuencia que habitualmente nos pasa desapercibida de forma que cuando estamos bien el tiempo pareciera no pasar, y cuando estamos mal no termina nunca de transcurrir.

Antes y después de un logro, lo subjetivo y lo objetivo desarrollan una de sus batallas más clásicas. Lo que se logra suele no ser lo mismo que lo que se imagino lograr. Más aún si el logro tan esperado estuvo de alguna manera en la vitrina de los ideales, ya que en el pasaje del antes al después puede que el brillo de la vitrina sea mayor al logrado, y éste menor porque simplemente no es igual. El sujeto en cuestión, inmerso en el negativismo tan propio de la ley de Murphy, es posible que se regodee con la fórmula de la lógica negativa y se diga: "Si no es igual, entonces es menor".

Sin embargo, puede que en el mencionado tránsito del antes al después suceda lo opuesto, por una suerte de mecanismo que Freud llamaba "transformación en lo contrario", a partir del cual el logro no se ubica simplemente en lo que podría figurarse como la estantería del ser, sino que pasa a formar parte de un modo esencial del ser mismo, y el tío o la tía en cuestión sufre una abrupta transformación que desconcierta a sus allegados, ya que se topan con que el conocido, el colega, el familiar, el amigo o la pareja ha entrado en estado de infatuación, al punto de creerse que es el logro logrado, y pasa a ser una suerte de trofeo caminando.

Por último, el antes y después de la muerte resulta por lo general un pasaje más bien abrupto, pues bien se sabe aun sin decirlo que el que se muere es siempre el otro, lo que viene probado de un modo irrefutable por el hecho de que siempre "se va" al velorio de los ejemplares que van saliendo de circulación. Hasta el día en que a uno, en lugar de ir al velorio, "lo llevan", momento para nada top, sino de stop, día más bien negro porque es de suponer que nada se ve. Por lo mismo, el dolor de las muertes cercanas reduce la cuota de inmortalidad, cuota que de alguna manera resulta imprescindible para vivir.

En suma, en el pasaje del antes al después se juega el partido más difícil de todos: el de la experiencia, pues es en ese camino donde se puede hacer la tan mentada experiencia y que, bien mirado, consiste en una fórmula de equilibrio: ser en el después el mismo que se era antes, y sin embargo ver las cosas de otra manera. Son los momentos y las instancias de clic . Precisamente, en esa tensión entre ser el mismo y sin embargo ver las cosas de otra manera, está la auténtica experiencia.

Una experiencia que no sea un giro de 360 grados como exclamaba en su torpe certeza aquel general del Proceso. Por lo demás, es en esa tensión entre ser el mismo, y sin embargo ver las cosas de otra manera, donde está la posibilidad de despojarse de las certezas. Ejercicio muy sano que permite responderle al Murphy que todos de algún modo portamos: si hay incertidumbre es por que todavía circulamos.
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