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 miércoles, 15 de junio de 2005  
Editorial:
El legado de un gran escritor

La muerte de Juan José Saer tomó por sorpresa y conmovió hondamente a todos quienes aman la literatura. Es que pese a los trascendidos y rumores que aludían a la grave enfermedad padecida por el narrador -que le impidió concurrir al Congreso Internacional de la Lengua Española celebrado en Rosario-, su deceso a los sesenta y siete años se produjo en un momento de alta creatividad y cuando se hallaba a punto de culminar una extensa novela. Pero como ocurre con los grandes artistas, su obra quedará para testimoniar a lo largo del tiempo la intensidad y peculiaridad de un talento que encontró en el lenguaje el camino recto para trascender a su época.

Porque ese es el sello de los grandes escritores -y eso es lo que fue Saer-: un lenguaje de matriz inconfundiblemente propia. Cada vez que se recorre una página escrita por el hombre que nació en Serodino en 1937 no importa tanto la historia que se está contando como el modo en que se la cuenta. Auténticas muestras de orfebrería de la palabra, algunos libros suyos permanecerán en la memoria como indiscutibles obras maestras de la literatura escrita en español -aunque él prefiriera decir que escribía en "argentino"- durante el transcurso del siglo veinte.

Existe otro elemento central en la valoración de su genio que no puede ser soslayado: su invariable y profunda pertenencia a un espacio físico y cultural. Ya desde los tempranos En la Zona (1960), Responso (1964), Palo y Hueso (1965) y La Vuelta Completa (1966) se podían apreciar las raíces que el escritor tenía en su terruño. Pero no sólo Santa Fe y su entorno fluvial constituyen el ámbito que dispara relatos, genera climas y engendra personajes: también Rosario -donde tuvo grandes amigos y realizó parte de su formación cultural- integra el personalísimo universo saeriano.

El avance de los años incrementará la potencia y originalidad de su pluma, y aparecerán entonces las obras destinadas a perdurar: El Limonero Real (1974) -de densidad única-, La Mayor (1976), El Entenado (1983) y Glosa (1986) constituyen tal vez el núcleo duro de una obra cuya proyección no parece poseer límites. Sin embargo, no sólo la ficción fue el territorio donde Saer brilló: su personal poesía y su hondura reflexiva -volcada en ensayos admirables- también gozan justificadamente de una legión de lectores.

A la belleza y solidez de su producción literaria debe agregársele la ética sin fisuras que practicó: tanto en la faceta personal como en su correlato político, Saer fue impecable aun en momentos históricos donde no resultaba sencillo mantener el equilibrio. Ajeno a demagogias, el mismo rigor que desplegó sobre la página en blanco es el que exhibió durante la vida. Ejemplo, entonces, en lo estético y en lo humano, el olvido se llevará consigo casi todo pero no su palabra, que seguirá provocando fervor cada vez que alguien abra un libro suyo.
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