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 domingo, 12 de junio de 2005  
Interiores: viaje a la realidad

Jorge Besso

Si algo ha resultado difícil y problemático para muchas disciplinas, en especial para la filosofía y el psicoanálisis, es poder definir la realidad, algo que todos presumen saber, y hasta muchos se jactan de ello. El mayor problema tal vez no sea definir la realidad, sino más bien saber cuál es, o cuáles son las realidades en las múltiples situaciones y circunstancias que más de una vez tienen la mala costumbre de entremezclarse.

Se puede ver en estos días en el teatro General San Martín de Buenos Aires "Copenhaue", una extraordinaria obra de teatro de un autor inglés que trata de representar qué ocurrió en una reunión entre dos físicos en la capital dinamarquesa, en 1941, durante la Segunda Guerra Mundial. La cuestión era la implicancia y la responsabilidad de la física y de los físicos en la construcción de la bomba atómica: o bien, la ciencia es neutral, o está involucrada en la masacre.

La polémica era si la ciencia tiene un valor en sí misma, en este caso la importancia del descubrimiento de la energía atómica, o si el problema reside, en todo caso, en que los hombres la usan para el mal. O si la ciencia no existe sin sujetos, y por lo tanto los científicos tienen que preguntarse qué relación tienen con los resultados de sus investigaciones que posibilitaron un uso militar, más aún teniendo en cuenta la participación activa por parte de los científicos en dicho uso militar. En este caso la energía atómica y la consecuente bomba atómica.

¿Cuál es la realidad? Acaso la de Hitler que su antisemitismo lo dejó sin los mejores físicos que eran judíos, y por lo tanto se quedó sin la bomba atómica que finalmente construyeron para los EE.UU. ¿Qué tipo de realidad vivieron, o mejor murieron, los miles de japoneses muertos en Hiroshima y Nagasaki en una guerra que no tuvieron oportunidad de decidir, ni de rechazar, en manos de un artefacto hasta ese momento desconocido y que encima les cayó del cielo, un cielo en el que tantas veces habrán cifrado sus esperanzas?

También en estos días una publicidad en Buenos Aires provoca un agrio asombro cuando se puede leer en los medios el ofrecimiento de un recorrido turístico llamado "El tour de la realidad" donde por una módica tarifa de 60 dólares llevan al turista a recorrer una villa miseria: la villa 20 de Lugano. Básicamente europeos y americanos del norte tienen la posibilidad al alcance de la mano y de sus almas descafeinadas de conocer la miseria del tercer mundo por dentro, hablar con los miserables pero sin que la miseria los salpique demasiado, para después poder contarlo en las tertulias en el viejo continente y venderlo como una experiencia.

El turismo por la miseria no es un invento argentino. Desde hace cierto tiempo los turistas provenientes del primer mundo y con deseos de una aventura controlada pueden recorrer la miseria en la mayor favela de Río de Janeiro. Quizás, con mayor exotismo aún, para gente que posee ojos de tarjeta de crédito Gold con los que mira la realidad mañana, tarde y noche, y pueden contratar un tour para realizar una caminata por los barrios pobres de Sudáfrica habitualmente habitados por negros de color negro. Es decir negros sociológicos y biológicos, todo sin olvidar que ya que estamos en Africa el recorrido turístico se puede complementar para darle mayor emoción, con una cacería de humanos, naturalmente negros de color negro, ya que hay quienes aseguran que conociendo ciertas rutas por Internet se pueden contratar estas cacerías para mitigar el muy confortable aburrimiento marca "primer mundo".

Llegados este punto, uno podría preguntarse ¿qué puede tener que ver una obra de teatro con duros interrogantes sobre la ética, la realidad y la existencia humana con la oferta de un cínico viaje turístico para que los ricos que lo apetezcan puedan ver y tocar pobres? Eso sí, pobres bajo control. Las relaciones entre estas dos cosas, en principio muy lejanas, pueden ser muchas. No se trata de la identidad de los fenómenos, sino de los paralelos posibles, entre dos cuestiones efectivamente lejanas.

Dentro de los paralelos posibles, es más que interesante ver, o mejor vernos, a los humanos frente a uno de los problemas más difíciles de decidir: involucrarse o no frente a las cosas, sentirse parte de lo que ocurre, o bien permanecer siempre "a la orilla del mar" viendo como se bañan los otros que afrontan los peligros de meterse, es decir los que desoyen el más proverbial de los consejos familiares: no te metas.

A la ciencia, o a los muchos de los sujetos que la practican, les va muy bien la camiseta de la neutralidad (quizás sería la no camiseta de la neutralidad) y el buen lugar es, precisamente, estar a orillas de las cosas, a lo sumo mojarse los pies pero nunca sentirse responsable de sus hallazgos o descubrimientos, o de sus construcciones a pesar de las tormentas o desastres que puedan desatar. Por su parte el turista es un ser muy particular. En su despliegue no realiza, ni se realiza pues la condición esencial de dicho ser es no implicarse, ni tomar partido ya que en tal caso dejaría de ser lo que es. En suma pasear por la realidad, sin que esa realidad le toque aunque la toque. Con un cierto plus que sería como una brizna de conciencia tranquila al dejar caer algunos euros.

Cuando se pueda, es muy bueno meterse en el ser turista ya que es un verdadero descanso de nuestro pesado ser de todos los días. Pero algo muy distinto es ser "turista" de tiempo completo a lo largo de la existencia, un ser neutro siempre en el límite de no ser y siempre guiado por el tópico ideal de hacer la tortilla sin romper los huevos.

Las realidades ni están en el cielo ni caen del cielo, salvo que las arrojen los humanos que la concibieron: son terráqueas y por lo tanto no son inmutables como los seres celestiales y siempre pueden ser transformadas, o al menos cuestionadas.
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