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 domingo, 05 de junio de 2005  
Una ciudad, un motivo: las fallas de Valencia

Daniel Molini

Si las chispas, el fuego y los estallidos tuviesen que elegir un nombre propio para ser tratados, no dudarían en llamarse Valencia. El fervor que sienten los valencianos por el ruido que provocan al explotar las tracas y petardos permite que su fiesta más importante concluya del mismo modo en que comienza: jubilosa, sin importar que auténticas obras de arte se transformen en brasas y el esfuerzo de muchos meses se reduzca a simple ceniza.

Es difícil entender para un extraño esa costumbre de festejar con humo, esa fascinación por las llamas que viene de siglos y se preserva con el mismo vigor que tienen las cosas nuevas. Las Fallas de Valencia, alumbradas como hogueras del gremio de carpinteros para homenajear a su patrono San José, han transgredido todos los límites para convertirse en referencia de nivel internacional.

Es allí donde llega el río Turia, cansado después de recorrer bastante camino desde su nacimiento en Teruel, para regalar fertilidad y un apodo: capital del Turia. Acostumbrada a ofrecer mar, luz, historia, mantillas, peinetas, paellas y una playa glosada por escritores, como la de la Malvarrosa, la ciudad ha incorporado a sus reclamos empeños nuevos y una pasión por la modernidad, concretados en infraestructuras sorprendentes.

La ciudad de las Ciencias y las Artes diseñada por el arquitecto Santiago Calatrava, el museo Príncipe Felipe, el Palacio de Congresos de Norman Foster, el Oceanográfico y una variedad de puentes han ido cambiando la fisonomía de sus calles. Esferas, alas voladas y mucha cerámica se empeñan en pintar el aire de blanco, asustando a quienes creen que, en cosas de construcción y cemento, la ley de la gravedad debería exigir respeto.

Sin embargo, es en el centro histórico donde nació la grandiosidad, romana primero, musulmana después, para terminar siendo cristiana y catedral, casi tan antigua como lo que en ella se venera.

La catedral de Valencia es una maravilla que mezcla un montón de estilos arquitectónicos. Iniciada su construcción cuando el año mil empezaba a desperezarse, sumó "ropajes" románicos, góticos y barrocos conforme el tiempo la veía hacerse mayor.

Hicieron falta muchos siglos para que el visitante que llega exclame loas a sus creadores y a todos aquellos que contribuyeron para hacerla posible. Torres y fachadas señalan a los peregrinos un hito importante, invitándolos a traspasar sus puertas para deleitarse con los interiores, donde aguardan un museo catedralicio, el Aula Capitular, obras de orfebrería religiosa, reliquias y pinturas.


Obras sensibles
Al concluir la visita y salir hacia el Parque de la Reina - que confiere espacios y perspectivas a cruces y campanas- los afortunados pueden ver otra catedral, más pequeña y realizada en bronce. Réplica exacta -ignoro a que escala-, esta "construcción" que parece de juguete, espera su turno para ser admirada, sin robar protagonismo a su jefa de verdad.

Unas inscripciones llena de puntos y relieves explican, en el idioma de los ciegos, las características y atributos del edificio, invitándolos a ser recorrido y visto con sus manos, para tener una síntesis de lo que emociona a las personas con sensibilidad.

El Micalet o Miguelete, campanario de setenta metros de altura y trece campanas, puede ser acariciado desde su base hasta el punto más alto, que en este caso no pretende hacerle cosquillas a las nubes como el original, sino simplemente a la piel de quien lo está "contemplando".

A la diestra, la planta octogonal de la iglesia aparece seccionada, indicando el sitio donde se alzan columnas, distancias que las separan e información de los volúmenes del monumento.

Degraciadamente no puede mostrar los cuadros de Joanes y Orrente, los lienzos de Goya, las esculturas de Alonso Cano, las obras de Benvenuto Cellini, ni la tumba de Ausias March, pero deja palpar la puerta de los Apóstoles, donde se celebraban los juicios públicos del antiguo Tribunal de las Aguas.

La plaza del Ayuntamiento, la Estación del Norte, el Mercado Central y la Bolsa, tan gótica y hermosa que servía hasta para hacer negocios, le agregan a la catedral puntos cercanos de interés turístico, conformando un destino que no defrauda las expectativas, como no podía ser de otra manera en la tercera capital española.

Las actividades que en ella se desarrollan: congresos, competiciones deportivas, ferias, así como sus rincones viejos, el antiguo cauce del río, los museos de siempre, el de arte moderno, las vías arboladas y murallas demuestran que el interés está en todas direcciones.

Por eso Valencia exige ser caminada. Nadie sufrirá decepciones por haber convertido curiosidad en ejercicio físico; la ciudad de las fallas no acostumbra hacer trampa con las ilusiones.
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La catedral de Valencia.

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