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 domingo, 22 de mayo de 2005  
San Rafael: frutos de la delicadeza
El cuidado de los olivos y la elaboración de productos se ofrecen como puerta de ingreso al paisaje rafaelino. Un recorrido para hacer en julio, antes de la cosecha

Daniel Leñini / La Capital

Durante la temporada alta San Rafael de Mendoza suele estar atiborrada, con la plaza hotelera copada al igual que otros destinos de esa provincia (la capital y Las Leñas). Una oportunidad (o un buen pretexto, en realidad) para conocer esta modesta ciudad de 100 mil habitantes es completar el recientemente inaugurado tour del olivo.

Bien ideado por un grupo de jóvenes amantes del terruño, más que un paseo turístico el tour resulta en verdad una experiencia para conocer los secretos y caminos de la aceituna. Y se debe concretar antes de julio cuando la cosecha culmina.

En San Rafael los campos con olivos corren a la par de los viñedos. Ambos sorprenden al visitante a la vera de la ruta. ¿Era la producción de estos milenarios cultivos a los que estaba convocada la tierra? No, es la respuesta que nos sorprende de los habitantes. "La vegetación natural de aquí es achaparrada, propia de las zonas donde llueve poco, no más de 250 milímetros anuales, y con períodos de sequía que pueden extenderse durante 10 meses como ocurrió en años recientes", nos explica el guía Ricardo Vidal.


El milagro del agua
¿Y entonces? "El río Diamante y nuestros antepasados provocaron el milagro de convertir esta zona de sequía en territorio productivo", agrega. San Rafael y los 15 distritos que lo circundan son decididamente eso, zonas productivas que convocan al total de la fuerza laboral. No hay desempleo.

El aprovechamiento de las aguas del Diamante que ideó la pujante colonia francesa que dio origen a San Rafael más de un siglo atrás merecen un manual para nuevas generaciones. El río nace en la cordillera de los Andes y su cauce se nutre de las nevadas. De la cantidad de nieve caída en el invierno se proyecta el consumo para el resto del año. A partir de ahí se regulan las acequias que corren paralelas a la vereda abasteciendo las familias y los diques generadores de energía. Los campos, a su vez, tienen también su cuota de agua; todos los propietarios deben pagar el impuesto respectivo.

Llegamos a la finca del Grupo Andreani agroindustrial, unas 250 hectáreas plantadas sobre un total de 400, donde el riego es por gravedad o por surco (no por goteo). La tierra fue preparada en leve y estudiada pendiente; los surcos, a unos centímetros de los árboles, deben ser alejados de éstos a medida que crecen. Sobre el oeste se advierte una larga hilera de álamos que protege de las heladas que bajan de la cordillera. Las heladas, las hormigas y las liebres son los peores enemigos.

"De los mimos y cuidados que se le dedique al olivo los primeros dos años dependerá el crecimiento y la producción durante los 150 restantes, que es la vida útil del árbol", comenta el arquitecto Marcelo Leal, responsable de las plantaciones. "Un dicho de nuestros abuelos ilustra: planta un olivo para que tus nietos tengan una jubilación asegurada", agrega.

Las plantas, en general, muestran sus primeros frutos a los siete años pero en este caso algunas comenzaron a hacerlo al cuarto, producto del buen trato. Desde el tamaño hasta el color (mucho más el gusto, probado después) nos sorprenden. "Una cosa es la aceituna para elaborar aceite que ustedes están viendo ahora y otra la de mesa o criolla que compran en el super", nos aclara por su parte Claudio D'Auría, export manager del grupo. Y en verdad habrá que creerle pues éstas al apretarlas con los dedos primero despidieron un líquido rojo y luego se deshicieron en una pasta clara. El sabor era muy amargo, que moderará con la trituración industrial. Nos invitaron, precisamente, a cosecharlas en otro predio donde se levanta la fábrica Yancanello, ubicada sobre la ruta de ingreso a San Rafael. "Si cada uno cosecha 10 kilos podrá llevarse el litro de aceite de oliva respectivo", nos desafió el joven ingeniero Marcos Casado, director industrial de la planta. La tarea se hace manualmente, al morral, con los dedos dispuestos como rastrillo arañando las ramas para que la aceituna caiga sobre una lona (la que toca la tierra no sirve). Los diez kilos fueron a la cesta, luego a la tolva, una aspiradora las liberó de las hojas que se filtraron y luego a la molienda. Los operarios nos invitaron a sostener la botella mientras el aceite caía módicamente, a colocarle la tapa y sellarla. Fue el envase que nos llevamos de la fábrica.

Casado nos condujo a otra sala semioscura, aislada de los ruidos, donde macera el aceto balsámico en vasijas de distinta madera. El proceso llevará 12 años, nos asegura, que es el tiempo que en Modena, Italia, los maestros le dedican a la aceituna para que su espíritu se manifieste en esplendor. Así, luego, le venden el producto a la realeza, que lo llega a pagar 1.000 euros el litro. En Buenos Aires algunos restaurantes recoletos lo importan y lo cobran al comensal cinco pesos la gota.

La maceración, nos cuentan, hace que por cada 100 kilos de aceituna y 10 litros de aceite, a lo largo de 12 años se obtenga... sólo un litro del preciado aderezo color ambar oscuro y aroma a tierras lejanas.

La ruta del olivo resultó didáctica, entretenida y atrapante, pero también nos hizo entrar en razón: el aceto que cuidamos como caro licor tras quitarlo de la góndola... ¡tiene poco que ver con el que comunmente consumen los reyes!
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El agua del río Diamante convirtió a la originaria colonia francesa en tierra productiva.

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