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 domingo, 27 de marzo de 2005  
Interiores: Discriminaciones

Jorge Besso

Operación cotidiana realizada en todas las direcciones, tan imprescindible como nefasta, al punto que se podría decir que una de las grandes tareas humanas es saber cuándo se tiene que discriminar y cuándo no. Tanto con respecto a lo individual como con relación a lo social, puesto que hay discriminaciones individuales y colectivas razón por la cual al preguntarse dónde se encuentra el origen y el comienzo de las discriminaciones quizás sea bueno recordar el aforismo que señala: "La sociedad hace a los hombres que hacen a la sociedad".

Leído de esta manera se pone el acento en lo histórico social: hay una determinación histórico social que hace que la sociedad sea, precisamente, determinante respecto de los individuos que la componen. Pero también se puede leer cambiando el orden de los factores y alterando el producto: "Los hombres que hacen a la sociedad que hace a los hombres". En tal caso estaríamos frente a un predominio por parte de los individuos ya que en este sentido tendrían un lugar determinante en la conformación de la sociedad; sociedad que a su vez resultaría influyente sobre sus propios miembros.

En términos corrientes y vulgares esta problemática epistemológica es el célebre problema de quién es primero si el huevo o la gallina, cuestión de difícil resolución ya que no hay gallina sin huevo, ni huevo sin gallina. Lo que viene a querer decir que la gallina supone que haya huevo y el huevo supone que haya gallina. Es un modo de cortar la eterna polémica y recordar que individuo y sociedad se suponen recíprocamente lo que lleva que frente a las discriminaciones haya tanto responsabilidades sociales como individuales.

La humanidad tiene miles de años, y sin embargo muchas veces no tiene experiencia de sus errores y de sus horrores, y en general la fuente de dichos errores y horrores suele ser el profundo arraigo que tiene en las sociedades la práctica patológica de la discriminación. Práctica tan extendida que se puede observar casi en todo tiempo y lugar, a la vez que va adquiriendo las más variadas formas.

En estos días estamos asistiendo a tres actos concretos:

u Un obispo sugiriendo públicamente que se arroje al mar un ministro (con el que no está de acuerdo) con una piedra al cuello.

u Un colegio religioso que expulsa a un alumno por exponer algunas críticas al funcionamiento del colegio y que al mismo tiempo vertía algunos elogios a la institución.

u Un colegio (con nombre como el del científico Pierre Simón Laplace) que no inscribe a un pequeño de 4 años por tener leucemia.

Si bien en este mundo de hoy y de ayer existen ejemplos más graves de discriminación e intolerancia, lo cierto es que se trata de un religioso de alto rango (fuertemente sostenido y defendido por el Vaticano) y de dos colegios: es decir todas instancias vinculadas a la educación, y además, para aumento de la desmesura y el despropósito, de la educación en sus primeros niveles. Recuerdo que hace años alguien que no recuerdo explicaba algo así como la doble función del guardapolvo o delantal escolar que en su versión más genuina debía ser blanco. En primer lugar debía guardar del polvo a su habitante, en especial a su ropa, que de ese modo quedaba protegida del descuido natural del niño.

Pero además, y fundamentalmente, el delantal debía borrar todas las diferencias que se pudieran transformar en discriminaciones y en muestras de intolerancia respecto de quiénes tenían aspecto de pobres, casualmente por ser pobres. O acaso disimular aunque más no sea en parte el color no muy adecuado de algunos niños. Es cierto que el delantal no borra las diferencias de clases ni mucho menos suprime la lucha de clases de la que hablaba Marx (hoy tan diluida) pero también es cierto que el guardapolvo blanco era un emblema de la escuela pública y por lo tanto de la educación pública.

En el camino a clase y en el aula todos éramos "blancos", y en el espacio público de una vida todavía no privatizada no contaban, o al menos no estaban en el primer plano las discriminaciones que la sociedad producía para luego no tolerar; pero ahí en la escuela fiscal con los delantales blancos éramos proyectos de ciudadanos en los primeros niveles de la enseñanza que enseñaba lo que tenía que enseñar y al mismo tiempo enseñaba civismo a través del mensaje de los delantales blancos. Claro está que terminada la fiesta, como dice Serrat (en este caso la clase) volvía el pobre a su pobreza y el rico a su riqueza, pero al menos en el ágora (la plaza de los griegos) es decir en el universo público (de entonces y de ahora) se practica el civismo para que las diferencias no se transformen en discriminaciones y en intolerancias que por lo general van juntas.

Recuerdo que al curso y al aula en que cursábamos lo llamábamos por grado: 1º grado, 2º grado, etcétera. Ahora bien, llegados a este punto es lícito preguntarse cuál es el grado de educación de un obispo que vuelve a agitar las aguas del terror que discriminó hasta tal punto que dejó a muertos sin tumbas y por lo tanto desaparecidos que no es lo mismo que muertos. O en qué curso está la educación de unos directivos que condenan una opinión, precisamente educada, o lo que tal vez sea peor es condenar a alguien por ser portador de una enfermedad que se asocia con la muerte a los que habría que recordarles que son mortales como canta el himno que alguna vez habrán escuchado, y que la susodicha muerte en general, no necesita de contagios ya que en el mismo momento que nos dan la vida también nos dan la muerte.

Ambas preguntas están destinadas (además) a recordar que en la educación las preguntas y el preguntarse vale tanto o más que las respuestas ya que la respuesta muchas veces va impregnada de la pasión por borrar al otro.
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