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 sábado, 26 de febrero de 2005  
Hoy es posible

Rubén H. Dunda

Abierto el debate sobre la reforma de la Constitución de la provincia, hay que señalar, en primer término, que existen sobradas razones para considerar procedente la adecuación de la Carta Magna a las nuevas circunstancias históricas. Las propuestas del Poder Ejecutivo son correctas, como también las consideraciones del diputado Danilo Kilibarda a la hora de responder algunas de las reclamaciones surgidas de los ámbitos de la oposición, definidas por él como "chicanas de los condenados a ser minoría". Es cierto: no existe la posibilidad de reabrir discusiones que ya fueron realizadas, resueltas y cerradas durante la anterior reforma de 1962; esta pretensión por sí misma vaciaría de contenido a la convocatoria de una nueva Constituyente.

Hecha esta primera y necesaria aclaración, corresponde realizar una convocatoria a no desperdiciar esta oportunidad, porque ella permitiría responder a desafíos presentes que, peligrosamente postergados, se manifiestan desde las estructuras obsoletas del país y, desde luego, también en la provincia. Es un buen momento para insistir en la profundización de la democracia, por ejemplo; para abrir nuevos caminos de participación popular y transferir a los niveles del Estado que están en contacto directo con la ciudadanía instrumentos de poder que hoy les están negados y que sólo están reservados a los más altos niveles de decisión política. Es posible que haya llegado la hora de hacer realidad aquel viejo principio que dice: "Todo lo que pueda gestionarse popularmente debe serle transferido, con el compromiso de no retomarlo jamás".

Se debe tener presente que la Argentina paga hoy las consecuencias de un modelo que se conformó respondiendo a las necesidades surgidas de la expansión del entonces Imperio Británico. Es decir: países que se planearon respondiendo -tanto en lo político como en lo económico- a los problemas que surgían de su integración a la anatomía del capitalismo dependiente, un diseño apendicular y centrista. Algunos "botones de muestra", aunque conocidos, nos ahorran los ejemplos, pero entre ellos nos debería interesar particularmente la estructura jurídico-política que le ha dado sustento al rol de país tributario y a la dinámica centrípeta de tributación a las economías centrales y sus remanentes provinciales.

Claro está que los que pensaron, diseñaron y ejecutaron tales proyectos, tanto los personeros foráneos como los locales, tuvieron como primer objetivo sacar del medio cualquier presencia popular, de ciudadanía, que pudiese poner en riesgo la consecución de sus propósitos. Para ello se valieron únicamente de aquellos que respondían ideológicamente al esquema del país dependiente, en el que el hombre común careciera de relevancia y se limitara a ser un engranaje del proceso de transferencia. También las relaciones jerárquicas se correspondían con esta mentalidad, en cuanto quedaban determinadas según el papel que resultara de los servicios al modelo dependiente. Algo similar podríamos decir de la suerte corrida por otros países de nuestro hemisferio, que padecen similar o peor situación que el nuestro.

No obstante entiendo que, pese a las tremendas consecuencias económico-sociales del modo de desarrollo capitalista sesgado, bloqueado, -términos a los que suelen acudir los especialistas-, podemos impedir al menos que se consagre la exclusión in eternum de nuestros compatriotas. Para ello es menester asegurar una profundización de la vida democrática y la utilización por igual de los instrumentos de conducción política del Estado, sin lo cual es imposible imaginar un destino venturoso. Por el contrario, si nos demoramos, las consecuencias en poco tiempo pueden resultar calamitosas. Se trata, entonces, de que aquel compatriota desterrado económicamente no se transforme en un paria político, que todos se sientan involucrados con la suerte general de la sociedad, que no se discrimine y que todas las potencialidades nacionales sean puestas al servicio del conjunto, a fin de que de esa comunidad de espíritus surja la derrota del flagelo de la exclusión. Por eso considero que ha llegado la hora de pensar en la reversión de los modelos centristas de la dependencia, para cambiarlos por aquellos que pongan el acento en el ciudadano, como principio y fin del interés nacional y provincial. Hay que imaginar una estructura política que invierta la dirección y el sentido del poder en la provincia y, sobre esta base, desarrollar los consensos necesarios para tal logro. Por ejemplo, y haciendo pie en la discusión que en estos días la prensa nos transmite: si solamente se les concediera autonomía a las ciudades de Rosario y Santa Fe corremos el riesgo de aumentar desequilibrios en el desarrollo provincial, que se manifestarán, a no dudarlo, en perjuicio para todos. ¿Por qué no pensar una provincia dividida en unidades municipales, con todos los atributos que le correspondan en virtud de la tan mentada autonomía? Algo similar pero superador, y sólo a modo de ejemplo, de los sistemas de partido que existen hoy en la provincia de Buenos Aires, delineados por Alberdi, o el modelo departamental que alguna vez existió en Santa Fe. Tenemos que imaginar estructuras que permitan la gestión directa del ciudadano sobre los problemas de su interés, que lo involucren y que dejen en manos provinciales todo aquello que responda a las estrategias generales, al diseño de políticas provinciales, supervisión y fomento, con una mirada integradora del conjunto. Para conquistar estos objetivos resultará necesario repensar lo municipal, hoy atado a definiciones puramente geográficas (el ejido), y abordarlo como concepto, y concepto que se corresponda con el de ciudadanía. Para esta nueva jurisdicción municipal (municipios departamentales) resultaría conveniente contar con Parlamentos fuertes y representativos de toda la región, que seguramente producirán, como contrapartida inmediata, hombres políticos de talla similar a los importantes problemas que se tendrán que resolver. Hay que decirlo sin medias tintas: no hay forma de revertir las crónicas frustraciones nacionales si no nos animamos a revolucionar las provincias, a apelar a la eterna juventud de los pueblos. Finalmente, sería bueno recordar además que la Constitución del 62 no contó con la participación del justicialismo a la hora de su sanción y jura. Esta Constitución, insólita, sancionada y jurada luego del golpe de Estado que destituyó a Arturo Frondizi y como consecuencia el retiro del justicialismo de su seno, contó entre sus integrantes al más brillante y joven político de entonces, Roberto Sinigaglia, militante de la Juventud Peronista que luego cayó en manos de la dictadura y hoy integra la larga nómina de nuestros desaparecidos. Sería justo que se lo recordara a la hora de realizarse la Convención Constituyente nombrándolo presidente honorario. Echar una mirada atrás puede acercarnos al futuro y sería justicia.
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