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 domingo, 30 de enero de 2005  
Cuentos
Alicia duerme

Leonel Giacometto

Las mudanzas siempre son caóticas y desorganizadas. No tanto ellas, seamos claros, sino quien las realiza. Hace poco cambié de casa. Había estado buscando hacía rato un nuevo lugar, más amplio y cómodo que el modesto y pequeño monoambiente en el que vivía. Después de ocho largos meses de búsqueda, di con una casa que estaba deshabitada hacía ya varios años, cuando su dueño decidió venderla. Como, por entonces, no daban con un comprador que se decidiera, la inmobiliaria que se ocupaba de los trámites y las ofertas, decidió comprársela al dueño, ya que éste estaba ansioso por librarse de ella. Sin embargo, según me contó la empleada que me mostró la casa por primera vez, nadie se interesó por ella nunca. No supo (o no quiso) decirme un por qué. Y se decidió, no venderla, sino rentarla. Así fue como yo pude obtenerla (al menos por dos años, que es lo que dura el contrato). Al mudarme, entre el caos de papeles, libros, muebles y recuerdos que yo traía, encontré la casa muy sucia y en mal estado. Eso justifica su precio tan bajo, me dije y pensé que la primera vez que la vi no había reparado en todo eso. No había muchos muebles, sólo algunas sillas, una mesa en la cocina y, en una de las habitaciones, una cama matrimonial. La inmobiliaria no tuvo inconvenientes en dejarme todo. A los dos días de estar instalado, perdida entre la maleza alta del patio, encontré un pequeño sobre cerrado sin remitente y dirigido, creo, al dueño original de la casa (un tal Santiago Mastorna). Como soy muy curioso, y como nadie se resiste a la tentación de abrir un sobre cerrado (sobre todo si es ajeno), lo abrí y di con la carta que reproduzco debajo (el paréntesis del comienzo me pertenece).

He tratado de localizar al dueño original de la casa. Pero nadie sabe nada de él. Los vecinos no lo recuerdan (uno, muy difusamente, me habló de Alicia). En la inmobiliaria me dieron un número telefónico que ya no existe más. Hasta puse su nombre y apellido en uno de esos buscadores de Internet. Pero no, Santiago Mastorna pareciera estar encerrado para siempre en las líneas de la carta que encontré. De todas maneras, donde esté, donde estuviera, donde se encontrase, haciendo quién sabe qué quizás, por alguna azarosa circunstancia, podría llegar a leer estas palabras. O no. Da igual, Alicia sigue durmiendo en esta carta mientras él le lee un cuento de Tabucchi.

(Sin encabezado, sin fecha y lugar)

Quizás estas palabras jamás llegue a leerlas. Permítame, en todo caso, correr ese riesgo. Y discúlpeme por haber comenzado esta carta tan intempestivamente. Ante todo, y en el caso de que haya abierto el sobre y ahora esté, quizás, sentado en alguna silla de la cocina de la casa que alguna vez compartió con ella; ante todo, decía yo, permítame saludarlo tan cordialmente como su recuerdo le permita. Seguramente estará sorprendido. Seguramente el cartero le habrá entregado en mano el sobre que contenía el papel donde están estas palabras (el papel que ahora sostiene entre sus manos) y usted, con algún difuso sentimiento, habrá pensado en ella. Pero no. Alicia duerme. Y no es ella quien escribe; soy yo, Nicolás. Nicolás Guzmán Masson. No sé si alguna vez usted supo mi apellido. Siempre, para usted, yo fui, simplemente, Nicolás. Y ahora aquí, mientras ella duerme, a esta hora de la noche que es víspera del otoño que ingresará a esta isla amable y con esta inquieta caligrafía, estoy presentándome completo. Le pido, por favor, si es usted tan cordial y abierto como ella lo recuerda, como ella lo conoció, continúe leyendo estas palabras escritas exclusivamente para usted. Es sábado y es de noche aquí, en Menorca. Tendríamos que estar en "La balsa de la Medusa", nuestro pequeño local de bebidas. Pero estamos muy cansados. Estuvimos todo el día en el local, que está emplazado en una de las dieciocho playas de Menorca (no me atrevo, por ahora, a decirle cuál). Aquí, en esta playa, la arena es tan blanca que se parece a la nieve. No sabría decirle el por qué de su color; aunque quizás el color es amarillo (dorado como todas las playas de aquí donde el sol y el Mediterráneo agitan las pasiones) y sólo Alicia y yo la vemos así. Arena blanca como nieve. ¿Sabe que el invierno pasado nevó? Hacía años, dijeron por acá, que no nevaba en la isla. La playa se cubrió de nieve. Era la primera vez que yo veía nieve. Alicia no. Ella vio nieve con usted, me dijo, en unas vacaciones en el sur de su país, en Bariloche si mal no recuerdo (sus recuerdos serán mejores). El día que nevó aquí, con Alicia, cumplíamos cinco años de residencia en España, cinco años lejos de usted. Ese día lloró. Lloró por usted y quizás, de alguna manera, lloró por ella. Lloró como lo hizo hace un rato. Ahora duerme y tal vez sueña con usted y con la nieve de Bariloche. O con usted y la arena blanca de esta playa de Menorca.

Sea donde sea que Alicia ubique su sueño, sé que ella está soñando con usted. Me confesó (si esa es la palabra) que nunca lo ha olvidado, que siempre lo recuerda, y que ahora menos que nunca ya que no dispone de otra felicidad que la que pueden proporcionarle los recuerdos. Siempre admiré su sinceridad, su modo de encarar sus verdades, su manera de ser frente a sus sentimientos. Usted lo sabrá mejor que yo, ya que, bueno, usted... Entenderá cuán difícil es para mí escribir estas palabras. Alicia es feliz aquí, pero lo es aún más en el recuerdo que guarda por usted. Así me lo dijo, con esas exactas palabras. "El recuerdo que guarda por usted". Usted es su recuerdo, yo soy la presencia que se agota. Usted revive en cada imagen de ella al recordarlo, yo me voy desdibujando en su diario transcurrir. Mientras la veo dormir, mientras observo su extenuada belleza, recuerdo la frase que me dijo esta tarde, mientras atendíamos a desgano a unos turistas alemanes que se esforzaban por hablar correctamente el español. Yo le decía... Bah, para qué mentir... Yo intentaba convencerla de que usted ya se había olvidado de ella. Pero no, no pude hacerlo y preferí, de alguna manera, comprender. Y le pregunté sin mirarla cómo podía, de repente, volver a enamorarse de alguien que se encuentra a más de doce mil kilómetros de aquí, que lo había abandonado por el único (y enorme motivo) de haberse enamorado de otro hombre. Entonces buscó mi mirada y sus ojos se clavaron en los míos como si buscaran una afrenta. "Yo tengo mi por qué", me dijo y permaneció callada largo rato, sonriendo tonta y desconsideradamente a los turistas alemanes. Me siento agua. Siento que soy como el agua que se escurre. Agua que se escurre entre las manos y desaparece y se confunde con más agua. O agua que cae en la arena y es consumida por el sol. Estoy escribiéndole aunque ya no sé el motivo exacto de esta carta. Sé que ella, y estoy seguro de esto, no se atreverá jamás a escribirle. Pero yo me sentí en la cruel (y cortés, quizás) obligación de hacerlo, y por eso aquí estoy, escribiéndole estas líneas.

Verá que no hay remitente en el sobre. Tampoco una dirección postal adonde escribir, adonde responder. Le propongo, si es que usted ha leído estas palabras, quede al aguardo de una nueva carta, pronto. Yo amo a Alicia; pero, sobre todo, más allá de mi amor (egoísta, si así lo prefiere), no quiero verla sufrir. Y creo que, secretamente, sufre. Sufre por ella lejos de usted; y sufre por usted, que quién sabe cuál es el sentimiento que experimenta al leer sobre estas playas del Mediterráneo.

Una última cosa: soñó con usted. Y no tuvo reparos en contarme su sueño. Y yo tampoco los tuve para escucharla. Me dijo que lo vio como antes, sentado en el piso del living, muy entrada la madrugada, abrazándola fuerte por detrás y leyéndole algún párrafo de su escritor favorito: Antonio Tabucchi. Hasta me recitó lo que usted, en sueños, le leía. Me costó mucho recordar esta frase: "Y, al mismo tiempo, serán también mis sueños, que heredé de mis antepasados, y mi silenciosa locura. Al mascarón de este bajel, que tendrá figura humana, le daréis facciones que parezcan vivas y que recuerden lejanamente mi rostro. Sobre éstas podrá aletear una sonrisa, pero que sea incierta o vagamente inefable, como la nostalgia irremediable y sutil de quien sabe que todo es vano y que los vientos que hinchan las velas de los sueños no son más que aire, aire, aire.
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