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 domingo, 30 de enero de 2005  
candi
Charlas en elCafé del Bajo
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-¿Otra vez aquí Jacques? Pero ya que ha ocupado el lugar de Inocencio le hablaré del amor y de como hay una diferencia entre el saberse amado y el sentirse amado. Ahora sé muy bien, Jacques, que a veces cuando un ser humano camina por las calles de una gran ciudad sin saber exactamente adonde va es porque el sentido de su existencia se ha debilitado o se ha perdido. El ser se mezcla entre la multitud para no sentirse tan solo, busca en esa multitud el milagro que lo devuelva a la vida. Afanosamente mira a su alrededor tratando de encontrar el contenido que llene su vacío. Le contaré una historia: aquella mañana, de aquel lejano invierno eso fue lo que le ocurrió a Vasili mi amigo ruso con el que nos solíamos encontrar en un café de la ciudad de San Francisco. Los dos estábamos lejos de lo amado, lejos de lo necesitado. Cuando me contó su historia yo, entonces un perdido en aquella gran ciudad, un nostálgico que extrañaba a más no poder mi tierra y mis cosas, comprendí que no siempre está más lejos lo distante. Acepté, sin mayores reflexiones, que a veces lo cercano, lo que se ve cotidianamente, suele acentuar esa tristeza dada por el amor que se va alejando. El vivía desde hacía muchos años en San Francisco y allí, tan lejos de su estepa que recordada con frecuencia con ese pesar extraño que caracteriza al que huye de su patria obligado por las circunstancias, se había enamorado aguda pero fatalmente en la ciudad californiana de una mujer. Una mujer que ahora lo había abandonado.

-Siga, amigo, quiero escuchar su relato.

-En un momento aquel hombre fuerte ante la adversidad flaqueó y permitió, extrañamente, que unas lágrimas aparecieran sutilmente en sus ojos. Tan estúpidamente como me fue posible le dije: "Los hombres no lloran", pero él entonces me dijo algo que no olvidaré nunca: "No es exactamente así, sólo los hipócritas no lloran o aquellos cobardes que temen mostrar que al fin y al cabo sienten. No hay nada más sublime que ver el coraje llorando -siguió diciendo Vasili-; por eso siempre me conmovió el llanto de una mujer, porque en él se conjugan el valor, el temple que caracteriza a su género y el sentimiento puro que proviene de su alma. Los hombres, amigo mío, solemos ser a veces la verdadera mascarada, andamos por allí disimulando el llanto eterno que proviene de nuestra debilidad también eterna".

-Manda a la superficie ignorantemente la teoría sobre la impostura, como posición viril, y la de parecer ser o mascarada, como posición femenina.

-El ruso dijo esto y se levantó de la mesa. Comenzó a caminar, sin rumbo, por la gran ciudad, buscando entre ese mundo heterogéneo, abigarrado y bastante frívolo, un lugar, un objeto, un sujeto, algo que lo salvara de su desesperante soledad. Meses más tarde me encontré con el doctor Mc Callum, su psiquiatra, quien me hizo saber que mi amigo caminó aquella vez durante todo el día tratando de desentrañar el nudo gordiano del amor. "Mientras caminaba -recordaba el médico- se iba preguntando cuál era la tragedia del ser humano capaz de amar. "No es -se decía a cada paso- no saberse amado, sino no sentirse amado, porque hay una tremenda diferencia entre el saber y el sentimiento. La tragedia del que ama, por lo demás -seguía especulando- es la de no sentir que ama. Porque uno puede saber que ama, pero sino siente al sentimiento se produce un espacio en blanco que más tarde o más temprano concluye en un tormento. El sentido de la existencia del hombre pues -decía el ruso mientras caminaba con la mirada perdida en algún lugar del espacio- es el amor. Pero saber que uno es amado y saber que ama es insuficiente. Al amor debe vivírselo plenamente, sin restricciones, límites o condiciones, porque de lo contrario se lo deja de sentir. Y cuando se deja de sentir al amor entonces la vida misma deja de ser sentida. Uno sabe que vive, pero nada más".

-Y cómo terminó el ruso, mi querido Candi.

-Lo mató no tanto el descubrir que aquella mujer ya no lo amaba, sino el hecho de saber que él la amaba pero que por alguna extraña razón había dejado de sentir que sentía. Entonces poco le demandó suponer que su existencia tampoco ya tenía sentido.

-Pero usted sabe que siempre la existencia tiene un sentido, ¿verdad?

-Sí Jacques, pero aquel día yo no tuve las palabras y el doctor Mc Callum, el único que hubiera podido salvarlo, había emprendido un largo viaje.

Candi II
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