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 domingo, 23 de enero de 2005  
Familia: El desafío de ser padres

Cora Rosenzvit (*)

A lo largo del crecimiento de un hijo se plantean numerosos desencuentros entre los deseos de los padres y los de los chicos. Muchas veces los padres plantean como única solución aceptable la obediencia a sus propios deseos u opiniones por considerarlos más acertados por ser ellos la autoridad. Se plantea como una lucha por el poder: quién derrota a quién. Los padres pueden vencer algunas batallas, hacer que los obedezcan, pero si este es un modo habitual de resolución de conflictos se crea una cuña que los separa de los hijos a medida que crecen.

En estos tiempos en que los adultos viven acelerados es muy común la queja de los chicos acerca de que los padres están interesados en otras cosas y muy poco en ellos. Cuando este sentimiento de exclusión es intenso y prolongado provoca serias patologías mentales. El sentimiento de existir, las ganas de vivir, la confianza en sí mismo comienzan a construirse desde el nacimiento y van a depender de la actitud de los padres ante el hijo (esa confianza va a estar íntimamente relacionada con la confianza en los padres). Esta es la base para el despliegue de las propias potencialidades, pero también para una armoniosa inserción en el medio social. Si un hijo puede vivenciar ser importante para los padres va a poder sentir que es posible serlo para otros y establecer vínculos sin excesivo conflicto.

Sentirse importante para otro quiere decir que el otro va a querer recibirlo, escucharlo y considerarlo. La indiferencia provoca un gran sufrimiento. Experimentar la sensación de no existir para alguien que nos importa es altamente angustiante. Ser escuchado y aceptado es ser confirmado en la propia existencia.

¿Qué hacemos con el inexplicable berrinche del niño o la exasperante rebeldía adolescente? Primero, aceptar que el hijo puede tener otra perspectiva sobre el tema, ya sea por su inmadurez que no puede ver más allá o simplemente porque es un ser distinto. Los padres son los que deberían encontrar una solución que comprenda ambos puntos de vista. De esta manera les transmiten que están con él y no en contra de él. Esto se llama empatía. Por ejemplo, permitir que lleve a todos lados el oso sucio, roto y viejo que se resiste empeñosamente a dejar es una forma de recibir, escuchar y considerar su deseo, aunque no lo entendamos bien.

La empatía es la capacidad de ponerse en el lugar del otro, vivenciar sus sentimientos por un momento. Por ejemplo, recordando cuando nosotros tuvimos los mismos sentimientos o sufrimos la misma situación que los hijos. O preguntarnos qué nos haría reaccionar de la forma en que un chico reacciona. Para entender la rebeldía de los hijos ayudaría a este esfuerzo poder desenterrar la memoria de los tiempos en que nosotros tuvimos su edad y a veces sentimos rechazo por los deseos de nuestros padres, hoy abuelos.

Uno de los más comunes campos de batalla padres-hijos es el rendimiento escolar. Es esperable que los padres deseen un buen rendimiento de sus hijos en la escuela en función de su educación, de su futuro. Pero muchas veces la intensa preocupación por sus notas, por sus éxitos y las muestras de desilusión y enojo por sus fracasos o bajas notas, les hace sentir que los estudios tienen más importancia que ellos. Que son más importantes las notas, la reputación de la familia que como personas.

Entonces, las buenas intenciones paternas tienen el efecto contrario del esperado: empiezan a rechazar el estudio hasta llegar, generalmente a través de procesos inconscientes, al punto de una inhibición en el aprendizaje (este es un ejemplo de una causa frecuente pero sólo una de las múltiples posibles en las dificultades del aprendizaje).

Es común escuchar a los padres decir a su hijo: "Tenés padres, tenés casa, te puedo mandar a la escuela, si tenés todo ¿qué te falta? ¿por qué me hacés esto?" Muchas veces el adolescente o el niño no puede explicar por qué no se puede concentrar o se olvida de las cosas o no puede prestar atención. La causa es una lucha inconsciente entre sentimientos angustiantes. Los padres sienten que los desafía y ejercen mayor presión cargada de enojo y castigos. Esto es un círculo que crece porque el hijo confirma que sus sentimientos y necesidades son cada vez menos considerados.

La respuesta es que falta la dimensión del encuentro emocional (se puede vivir con otros pero al mismo tiempo tener una sensación de lacerante soledad). Compartir el espacio físico no es equivalente a compartir el espacio mental. Para deshacer esta montaña de malestar familiar, los padres tendrían que cambiar de actitud. Para conseguirlo genuinamente hay que entender de qué se trata el conflicto. Una de las necesidades básicas de los hijos es ser ellos mismos, tener oportunidades para la autoafirmación.

Sentirse como un títere-objeto dirigido por los padres es intensamente rechazado. La intervención paterna va a ser muy distinta si en vez de imaginarse rechazados y desafiados pueden captar que su hijo necesita vivenciar ser dueño de sí mismo, sentirse acompañado, ayudado a pensar alternativas, no marcado a presión. La búsqueda de unión no significa anular las diferencias. Discutir y pelear siempre es más fácil que sentarse a conversar sobre los sentimientos opuestos de cada uno. El espacio compartido a veces puede sentirse como estar adentro de la jaula de los leones: temor de ser invadido, avasallado, culpabilizado, perseguido, castigado, perturbado, desorganizado cognitivamente, etcétera.

Paradójicamente, muchas veces se prefiere romper con el otro por no vivenciar estos sentimientos o para no experimentar el dolor del desencuentro emocional. Creer en el hijo, confiar en que a su manera va a poder crecer, aprender, manejarse en la vida va a ser uno de los principales pilares en el edificio de su futuro.

(*) Psicóloga

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