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 domingo, 09 de enero de 2005  
Cuentos
Cómo nace un delincuente

Jorge Barquero

...entonces usted no las ve ahora pero yo le digo: Ella y mis hijos, mis padres, me acompañan con su silencio. Cansados de ver mi rostro en los diarios, en la televisión, parecen resignados a todo. Se desinteresan del porqué con una economía tal de gestos y de palabras que hasta sus silencios son el reproche que ocultan, que me niegan. Quisiera, en verdad, señor periodista, ponerme en sus pensamientos, para así poder descubrir un asomo de comprensión ante lo que ellos llaman el último, el más impío de mis deslices. Algo han conseguido: hacerme sentir un ser distinto incluso de ese que pintan los medios. Y sé, eso sí, que en horas apenas mi vida ya no será la misma. Ya nunca jamás. Aunque me precedan jodidos años de encierro, esos años con sus consecuentes situaciones límites, extremas. Durante los cuales, muchas veces preferí la muerte. La muerte como extinción de mis pensamientos, eso, no le miento, vea.

Usted está aquí para que yo le cuente y yo, vea, quiero contar. En este atardecer de abril, tendría que buscar el río de mi ciudad; porque quiero saborear sí, las cosas que no hice, aquellas que no volveré a hacer, las que tomaré prestado por horas: las manos tiernas de Ella, de mi gente, lo que pude llegar a ser, infeliz, y ni siquiera intenté porque aún no era el tiempo. O porque ya habrá tiempo. Pero yo hablo así y, sin embargo, forcé mi vida quizás para que este final fuera el adecuado. Malos caminos y peores juntas. Le debo a la vida y ella se apura por la deuda. Tal vez en esa, mi consentida morosidad, resida su triunfo ante mí. Un triunfo, sí, porque quizás asistí, con mis experiencias, a la formación del delincuente que se instaló en mí, que fui.

Dicen los que dicen saber que todo comienza en la niñez.

La sensación más lejana que tengo de mi niñez -y estoy hablando de un niño- es la de sentirme, constantemente, noche a noche, el latir insomne de esa arteria puesta en mi oreja y dispuesta ahí, apoyada en la almohada. La inquietud que sentía es de la misma intensidad y de distinta naturaleza de la que sentí después, cientos de veces, al recordarlo, al asociarlo. ¿Qué apresuraba mi sangre? ¿Qué desvelaba mis noches? ¿El día vivido? ¿La trama urdida para mañana? ¿Por qué no saltar de la cama y preguntar a los gritos, a mis padres, a alguien? Porque no, porque todo, desde siempre, fue igual: mis interiores, de la tonalidad que fuesen, me exigían un pudor antojadizo que impedía darme a conocer. Y fui amontonando, poco a poco, la clase de hallazgos que a esa edad supuse originales: el miedo, el recelo, el rechazo, la crueldad, la intolerancia, la competencia y porqué no, cada uno de sus opuestos.

No existió pobreza extrema ni familia disgregada con hijos abandonados. Ni infancia o adolescencia malditas. Jamás puse en duda, siendo joven, mi moral y mi integridad; de esa forma engañosa, siempre me consideré un buen ejemplo. Viví, eso sí, a mi antojo y parecer, desenvuelto de las formas. Hubo una educación que se dice ejemplar, engendrada en colegio de curas; buenos y eméritos compañeros de doble apellido y sangre simple, y buenas lecturas heredadas, a muy corta edad, de la biblioteca de mi abuelo grande.

¿Y de qué manera llegué a lo que soy? ¿Porqué, en el reparto de sobremesa me adjudiqué ese pedazo de pastel y no otro? ¿Por qué en una semana, apenas, todo ha de consumarse? No me veo diferente a mis semejantes: tengo sentimientos, los sé expresar, puedo sostener una charla con cualquiera y hasta hacerla animada; puedo abrazar a mis nietas y ellas quererme; voy a un restorán y dejo propinas; me encanta la música clásica y también las cumbias, el folclore y el tango. ¿Soy diferente? Tengo amigos y todo. ¿Soy diferente? He escrito un par de poemas que mi mujer dice que son bárbaros, que riman una cosa de locos. Leo a Borges y lo entiendo salvo El Aleph creo, pero en general lo entiendo. ¿Soy diferente?

"Sos diferente, nene; no te gusta ahorrar, mentís por mentir, sos fanático de los Redondos a tu edad, a tus nietas las sacás a pasear a un boliche de billares toda la tarde, tus charlas son animadas pero siempre terminan en proposiciones turbias, tenés amigos pero mejor no hablemos, los poemas te los he visto copiar de ese libro grueso que tenías para planchar los cheques; y eso de leer, has leído únicamente las veces que te tocó estar detenido."

-Sí, vieja.

Posiblemente un gen travieso, una voz, una imagen, o demasiados halagos a destiempo. Hoy pienso que me faltó leer a Freud tanto como a otros les sobró para sus males. Siempre fui el fuerte, el héroe, el valiente, el mañero, el hábil, el sonriente, el bien parecido, el líder, el muchacho sensible.

Encima. Eso, en mis primeros años; después, ya mayorcito, fui sólo un trauma borrascoso. Y acierto si niego algunos comportamientos familiares que sólo dormirán en el sofá analítico que tantas veces esperó mi visita. Y si lo niego es porque tal vez me basten los recuerdos.

Usted me pide recuerdos ordenados y completos, pero a mi manera sólo le vienen pedazos sin guía ni desarrollos, quizás porque todo sea un mecanismo de defensa como dicen los piantalocos. Uno lo hace todo, todo eso; ve... hasta me cuesta decir crimen, suena fuerte, no es para uno, uno que salvo cuatro o cinco artículos aberrantes del código penal, estuvo presente en el resto. Más que delitos eran costumbres familiares lo que veía en casa desde niño. Ayudar a mis padres a lavar bien las botellas, envasar el wiski recién elaborado con cubana de algún sello y un toque de malta genuina. Después pegar las etiquetas, poner el capuchón de plomo y el sábado, seguro, al cine Heraldo a ver los dibujitos en colores y juntar mi algarabía a la de cientos de niñitos iguales a mí en todo. Ellos también ayudarían a sus padres, pensaba.

Usted me pide recuerdos ordenados y completos, pero a mi manera sólo le vienen pedazos sin guía ni desarrollos, quizás porque todo sea un mecanismo de defensa como dicen los piantalocos. Uno lo hace todo, todo eso; ve... hasta me cuesta decir crimen, suena fuerte, no es para uno, uno que salvo cuatro o cinco artículos aberrantes del código penal, estuvo presente en el resto. Más que delitos eran costumbres familiares lo que veía en casa desde niño. Ayudar a mis padres a lavar bien las botellas, envasar el wiski recién elaborado con cubana de algún sello y un toque de malta genuina. Después pegar las etiquetas, poner el capuchón de plomo y el sábado, seguro, al cine Heraldo a ver los dibujitos en colores y juntar mi algarabía a la de cientos de niñitos iguales a mí en todo. Ellos también ayudarían a sus padres, pensaba.

Y me llegó por fin la hora en que entré a conocer la noche. Y con ella, el centro. Como en toda ciudad cosmopolita y laburanta no resultaba difícil afamarse con alguna especialidad. La mía fue de escritor. No había escrito una línea en toda mi joven vida, pero en la repartija, Cuatrojos Fidman, como jefe de casting de la barra, me adjudicó las letras en mérito a esa "mirada que se hace mierda en el vacío". Fue el tiempo en que, a medianoche, la comitiva petitera se atrevió a asomarse por entre los cristales de los candiles céntricos. Mariposas de un sólo sábado con los bolsillos llenos de la poca esperanza monetaria y anímica de regresar en un par de horas con la franela de alguna flaca desorientada o piadosa y una gaseosa y un pancho en el bullón; la mayonesa, por lo general en la solapa. Muy poco. Regresábamos al barrio pateando treinta cuadras, manos en los bolsillos, murciélagos en la cara. Jóvenes, rostros niños, cabizbajos, de pantalones y corbatas marrones y sacos blancos a la pinza todos, éramos -como con mala leche lo dijo el diariero José- "los niños calentones de la salchicha de Viena". No entendíamos porque no lo sabíamos: tardarían diez años más, las chicas de nuestra edad, en animarse a romper ciertas barreras. Y ahí andábamos nosotros, sátiros vírgenes en procesión, con la cruz del morbo a cuestas una década antes de tiempo. Quienes tenían hermanas lo sabían por sus viejos. Nos contaban de sus padres castradores, se unían al lamento general de la barra, pero terminaban siendo más guardabosques con sus hermanas que el intendente de Ontario con sus pinitos de Navidad.

Holy Biblie. Se vivía el momento puro del Edén: Adán hecho un loco queriendo saber cómo era eso y el Creador que se demoraba más de la cuenta en soplar la costilla de alguna futura Eva reventada.

Por suerte existían las veteranas.
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La foto integra la muestra de Reporteros Gráficos Rosarinos.

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