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 miércoles, 29 de diciembre de 2004  
Reflexiones
Arte vs. religión
"La pasión sostiene el fondo del universo y el genio pinta su techo". Chang Ch’ao

Rubén Echagüe

Siempre pensé que después de publicada aquella histórica foto de la guerra de Vietnam -que dio la vuelta al mundo-, en la que el cráneo de un vietnamita estallaba trepanado por una bala enemiga, en el preciso instante en que el reportero gráfico accionaba el disparador de su cámara, no iba a ser fácil ya conmover sin esfuerzo al público de Occidente.

Y aunque el escándalo haya sido un condimento que no dejó de acompañar a todas las provocaciones del arte lanzadas en tiempos pretéritos, tengo la impresión de que en "estos" tiempos, de paladares embotados, el aderezo ha llegado a ser tanto o más importante que el plato principal.

Un ejemplo palmario de lo que afirmo lo constituye, sin duda, ese engendro cinematográfico urdido no hace mucho por Mel Gibson, con la excusa de recrear los momentos finales de la vida de Cristo, y que al margen de haber puesto de manifiesto el extraordinario grado de desarrollo alcanzado por el olfato comercial de su autor, sólo merece figurar en los anales del cine de peor gusto, y más obscenamente sadomasoquista.

Sin embargo, ese filme en el que Dios hecho hombre recorre las estaciones del Calvario con un ojo negro -al mejor estilo de cualquier barrabrava después de una trifulca en las tribunas-, y en el que la sublimidad del discurso evangélico se reemplazó con el más sanguinario y pormenorizado catálogo de "apremios ilegales" que haya podido concebir el mundo antiguo, pudo llegar a ser un formidable éxito de taquilla, sólo porque mucho antes de su estreno se desató la polémica sobre su presunto antisemitismo, tema que la jerarquía de la Iglesia Católica -incluido el papa- minimizó, silenció o prefirió mantener a prudente distancia.

(Tal vez el juicio más inspirado sobre el particular lo aportó -si mal no recuerdo- un teólogo brasileño, quien dijo que la película de Gibson no era antisemita sino anticristiana).

Recuerdo este episodio -sobre el que podría recitarse con justicia la fórmula "consummatum est", puesto que como todo alboroto profusamente abonado por la prensa, ya es un caso cerrado y olvidado-, no porque pueda esclarecer en nada el carácter absoluto del juicio divino, sino porque sí puede ejemplificar con holgura el carácter forzosamente relativo -y parcial y acomodaticio y por qué no interesado- de los juicios humanos, dictados, en más de una oportunidad, por esa insensata "pasión" que según apunta Chang Ch'ao (un escritor chino de mediados del siglo XVII), "sostiene el fondo del universo".

Y como los extremos se tocan, si "la pasión sostiene el fondo del universo" y el genio -es decir el arte- "pinta su techo", pasión y genio no podían dejar de colisionar, como no pueden dejar de colisionar autoritarismo y libertad, verdad revelada y verdad obstinadamente rastreada, ministerio divino y humanidad lisa y llana, etcétera, etcétera.

Lo curioso de todo esto es que a pesar de que la naturaleza "profana" del arte occidental es una adquisición reciente -la Iglesia fue, por siglos, el refinado y poderoso comitente de las producciones artísticas más variadas-, las controversias entre los dignatarios eclesiásticos y los artistas tienen un pasado tan conspicuo, como para haber involucrado en él al mismísimo Miguel Angel Buonarroti -que de pintar techos algo sabía-, y cuyos frescos estuvieron a punto de ser arrasados por orden de Paulo IV, un papa al que los desabrigos miguelangelescos, por más que fuesen ilusiones bidimensionales, lo sacaban de las casillas.

(Ni el más espiritual de los artistas que pisó la faz del planeta, como lo fue Johann Sebastian Bach, logró eludir la censura religiosa -en este caso la protestante-, ya que el consistorio que lo empleaba cierta vez lo acusó de que, al acompañar en el órgano el canto de la feligresía, había introducido "variaciones sorprendentes y con fútiles adornos, descuidando la melodía y confundiendo a los feligreses". Reproche que fue disparado, como bien lo observa Erwin Leuchter, sobre el "máximo genio de la improvisación musical que el mundo haya conocido").

En cuanto a la obra de León Ferrari -punto al que era mi propósito llegar-, si bien no he visto esta retrospectiva suya, porque espero para hacerlo que se aplaquen tanto la ferrarifilia como la ferrarifobia, debo reconocer que la idea de asociar la espantosa belleza de un bombardero -hay que admitirlo- escrupulosamente diseñado para cumplir su diabólica misión, con la espantosa belleza -también hay que admitirlo- del cuerpo de Cristo, lacerado y sometido al suplicio que la Antigüedad reservaba para los delincuentes de más baja ralea, da como resultado un icono de eficacia y majestad sobrecogedoras. Y que lejos de emitir un mensaje blasfemo, lo que predica valientemente es que con cada víctima inocente de cualquier guerra que se entable -aun en defensa de valores supuestamente cristianos-, Cristo vuelve a padecer el tormento de la crucifixión.

Eso es lo que interpretaría, tal vez, uno de esos maestros Zen que, en lugar de defender a ultranza la inamovilidad de un dogma, sólo pretenden sumarse al flujo de la vida sin ataduras de ninguna índole, y que cuando se han visto en la necesidad de calentarse, en una noche de invierno, no han vacilado en alimentar el fuego con una imagen de Buda.

Es que nadie puede paladear la ambrosía que oculta en su interior el coco, sin haber desechado antes la inutilidad de la cáscara.
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