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 domingo, 26 de diciembre de 2004  
> Rosario desconocida
Felices años nuevos

José Mario Bonacci (*)

Alguna vez alguien expresó: "Si cada hombre común decidiera escribir su vida, tendríamos un monumental fresco social". Los recuerdos y costumbres involucran hechos, memorias, detalles, sentimientos, relaciones e intercambios sensitivos en el tiempo. Es oportuno entonces conocer usos y modalidades ejercidas a mitad del siglo XX relacionadas con deseos de la gente al terminar un año y su exteriorización en el ambiente de la ciudad. Así, tomamos lo que nosotros mismos conocimos, como acicate para que cada uno busque en sus memorias su particular experiencia, integrando ladrillos que ayuden a construir el muro de los recuerdos.

Los fiestas en fines de año eran momentos exactos para alimentar gustos, pasiones y deseos en el preciso momento del cambio. En nuestro caso, el escenario íntimo lo fue el pasaje Emilio D. Ortiz, situado entre Saavedra, Maipú, bulevar Seguí y Buenos Aires, con especial énfasis en la cuadra del 700, comprendida entre esta última y calle Laprida. Zona que estuvo conformada por lenta ocupación de las primeras casas hacia los años 20, algunas lagunas vecinas, calles de tierra, con amplitud de horizontes y carteros que cumplían su misión a caballo, sorteando los escollos de pozos y barro en épocas de lluvias.

Una cortada que fue poblándose con presencia de inmigrantes, especialmente italianos y españoles, y sus hogares formados en el tiempo. Hacia fines del 30 el ansiado pavimento dejó atrás aquellas barreras afianzando la urbanidad de la zona, afirmando hacia la mitad del siglo su estructura social de raíz netamente latina.

Los apellidos de entonces así lo confirman: Martínez, Timpanaro, Cortese, Ormazza, Avilés, Funes, González, Aguilar o "Periquito" (eximio artista pintor), López, Minicuzzi (el zapatero), De la Mata o Lorenzo hermano de "Capote", Gonzalez, Ramis o "Pedrito" (el lechero que dejaba la jardinera a un costado para hacer dos o tres pases de pelota con los pibes en una calle de tranquilidad absoluta y continuar trabajando), Paludetti, Vaschetti, Bonacci, Comuzzi, Luna, Seves, Falcone, Castro, Cherouvier y doña Cecilia (de apellido borrado, austríaca de ojos azules llegada después de la 1ª guerra).

Gente y mitad de siglo que conformaron un espectro social costumbrista y sencillo, en años en que las llaves tenían poca tarea. Las casas eran de "puertas abiertas" con entrada franca. Fuimos creciendo, armando viejos y jóvenes un futuro de ilusiones.

Hortencia Timpanaro cantaba todo el día y su loro la imitaba llegando a entonar "La Cumparsita"; Tito y Chiche tenían las mejores bicicletas llenas de farolitos de colores, timbre a batería, Laurel y Hardy (el gordo y el flaco) hechos en lata y varillas metálicas con cintas patrias.

Uno de los chicos con ojos negros y piel cetrina, Manonga, ganó su apelativo que se incluía en un ritmo netamente caribeño: "Yo soy Manonga, nací en La Habana, corre en mis venas, chico..., sangre africana". Adita fue eximia ajedrecista y lo acreditó con su inteligencia, hasta que un día se marchó a otra dimensión y se cuenta que el rey, un alfil y un caballo, lloraron desconsolados.


Ilusión renovada
Cada uno tenía su ilusión y así terminaba un año y comenzaba otro generando una fiesta cuyo centro era aquella cuadra de especial intensidad, en casa de los Martínez. Don Manuel y doña Asunción, "papai y mamai", eran los jefes de una alegría que comenzaba dos días antes preparando la llegada del nuevo año. Luces de colores cruzaban la calle y las familias rodeaban la mesa en cada hogar. Pasada la medianoche, la vida se volcaba a la calle y comenzaba la otra fiesta, la del baile y la música, cuyo momento culminante estaba marcado por la jota bailada por papai y mamai, aquellos viejos maravillosos llenos de alegría y sus recuerdos anclados en la lejana España.

El sentimiento italiano estaba a cargo de don Pietro el calabrés, que colgaba un riel en el dintel de su portón y lo hacía sonar a mazazo limpio anunciando que venían otros doce meses de esfuerzo e ilusiones para recomenzar el ciclo.

Un hijo de los Martínez, hermano de Hortencia, llegaba desde Córdoba con su saxo a cargo de las melodías, y los chicos, por turnos, hacíamos sonar el redoblante en medio de una reunión que acrecentaba su fama año por año y llegaba a tener cerca de cien o más asistentes alegres y movedizos, entre los cuales se contaban Coca y Norita, alimentando sueños en el corazón de callados enamorados que también lloraron cuando ya mayores se convirtieron en ángeles y abandonaron el barrio para siempre.

El sol llegaba puntualmente y encontraba a los últimos esforzados sentados en la vereda. Los mayores relataban sus amores y aventuras, los más chicos escuchábamos absortos y el turco Miguelito que llegaba de las cercanías entonaba tangos lacrimosos mientras el sueño iba ganando a todos. Así la calle quedaba desierta y al día siguiente la fiesta continuaba después del mediodía con un camión lleno de vecinos y chicos. Recorría barrios de la ciudad dando una serenata diurna a otros familiares y amigos dispersos en la trama urbana. Toda una organización para alejar las penas y reír con ansias, viviendo y envejeciendo con satisfacción.

De aquel grupo humano algunos siguieron con sus estudios y así fue como Juan Carlos Igareta, nieto de papai y mamai, se convirtió en un especialista en oratoria; Carlitos Luna ejerce la odontología; Tito Cherouvier es hoy un reconocido psiquiatra, y nosotros mismos comenzamos nuestro camino al encuentro de la arquitectura para hacer crecer el oficio de investigar, descubrir y dar a conocer a los demás el cuerpo histórico y construido de la ciudad que habitamos todos.

Muchos ya no están, otros se han perdido en el tiempo, se han formado nuevos hogares que se reproducen con la llegada de los hijos y nietos, pero aún quedan como presencias mayores de aquel entonces doña Aída Gazaneo y doña Nerina Celeri, con sus queridos 90 años superados y su avance hacia el futuro, o Alfredo Paludetti, hoy el mayor de entre los primeros ocupantes al nacer la cortada, que nos enriquece con sus recuerdos.

Pero para que estas memorias sean completas deben incluir presencias y acciones desarrolladas en la otra cuadra de la cortada, a la altura del 800. Allí vivía Carlitos Montagno integrante de la barra, y enfrente aún hace lo suyo Manolo Quintanilla, que día por día desde hace más de sesenta años trabaja en el mundo del cine, primero en el Gran Rex y ahora en el Monumental, disponiendo la mejor atención para gozar la magia en la pantalla.

Y como si fuera poco, la cortada contó con la edición mensual de "El Pasquín" realizado a mano. Jocosamente comentaba el acontecer social de aquellos maravillosos doscientos metros de ciudad y encontró su cese definitivamente el día en que dio a conocer el silenciado enamoramiento de uno de los muchachos de la cortada hacia la esplendorosa existencia de Coquita.

¿Qué más se puede pedir en la maravilla de agigantar los recuerdos para insertarlos en el fresco social que la ciudad cobija y genera? Cada época tiene sus modalidades y sus características y la actual, sin juzgarla, es diferente a la relatada con su cúmulo de detalles.

Así continúa la marcha por el tiempo y vendrán otros de diversos lugares de la ciudad que se encargarán de aportar un ladrillo más al muro de los recuerdos para construir nuestra identidad contenida en el fresco social. Como debe ser en toda epopeya humana que cante a la vida.

(*) Arquitecto / [email protected]
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El pasaje Emilio D. Ortiz está situado entre Saavedra, Maipú, Seguí y Buenos Aires.

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