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 domingo, 05 de diciembre de 2004  
Punto de fuga
Decadencias
Una plaza, una fuente, un parque, pueden ser espacios donde las ciudades de pronto se abisman en agujeros negros sin sentido

María Laura Frucella

En algunas partes del mundo, hay lugares donde se emplaza una Decadencia. En la estación de ómnibus de Rosario, las galerías de Milán, un sector de Génova de viejas calles angostas o en la esquina porteña de Corrientes y Suipacha cuando cae el sol al atardecer.

Puede ser una plaza, una fuente, un parque; nunca un asentamiento o barrio precario: allí hay siempre un resplandor de urbanidad compuesta con capricho, una algarabía de vidas al aire, una luminosidad de lo que no se tiene y se sueña. Las Decadencias han sido sitios que, en su género, lo han tenido todo, han detentado el máximo de estrépito, voces, presencias, pero ahora son territorios donde los bordes de las cosas están fláccidos, hinchados, como en un florecimiento excesivo, con un cariz de una ciruela descompuesta, reventado de tristeza obscena. El lugar sigue allí, su tiempo ha pasado pero sigue, sin renovarse ni huir, hay regurgitaciones de objetos que salpican a todos los que están -y no se dan cuenta, yo sí me doy cuenta y por eso a veces quiero redimir las decadencias, transformarlas, hacer algo con ellas, un cuento o una anécdota.

Sostengo que las Decadencias son puntos reales, contantes y sonantes, con realidad fenomenológica. Me gusta pensar que existen objetivamente y no son fruto de la imaginación o el ánimo de cada uno, que podrían trazarse mapas de Decadencias; todos deberíamos estar de acuerdo. Incluso algún turista con preferencias sórdidas consultaría estos mapas y diseñaría su paseo teniéndolos en cuenta.

Creo que mi amiga Inés encontraba una Decadencia en La Florida rosarina cuando se cuajaba de gente en el verano ya avanzado, partido como una granada en fermentación. Decía que esa concentración de gente le traía una evocación de miseria, de ociosidad tediosa y final de fiesta. Yo miraba los camalotes, el sol lleno que pegaba redondo sobre las hojas, el viento que lo hamaca cuando vive en colonias, los insectos tornasolados revoloteando alrededor; miraba también su rara flor azul y no podía representarme cosa más fresca, más vital. Pero en Inés el camalote desencadenaba una serie de asociaciones penosas: camalote igual a agua sucia, a río triste, a bichaje desconocido y mortífero, a rancho pobre, a chamamé lento y desolado. Puede ser, le dije, pensando no, no es así, el río triste de tu melancolía lo salpica...

Aquí, en Barcelona, donde vivo, aún no he detectado las Decadencias. Supongo que cuando encuentre una irán apareciendo las otras, acumulándose locamente como mutaciones en células descompuestas. Me rectifico: no encuentro lugares-decadencia pero sí que encuentro momentos-decadencia, o combinaciones lugar-momento.

Oficinas. A mediodía, empleados de saco y corbata y señoritas con falda a la rodilla y zapatos puntiagudos inundan los bares y restoranes del Ensanche. Antes habrán apagado la computadora, sí, y guardado papeles y ordenado un poquito el escritorio. Entonces habrá menos luces en la oficina, pero la atenuada luminosidad artificial se resarce con la aún viva luz del día. Habrá una semisombra de siesta, las cosas esperando calladas, dormitando acaso, mientras en otro escenario las mismas manos que las palpan a diario se entregan al gesto coloquial, al cuchillo y la copa de vino. Transcurre así la comida -sólo es comida al mediodía, porque de noche lo llaman cena- que consta invariablemente de un primer plato, un segundo, postre y café o carajillo, o menta-poleo para bajar un poco tanto alimento engullido en tan poco tiempo. Al volver a la oficina, la siesta se cernirá sobre los empleados, se transmitirá como un agua osmótica de los bordes de las cosas a sus pieles, de allí a la sangre, y ayudada por el vino rápidamente ascenderá hasta llegar a la frente, que sentirá el peso de una bola de plomo haciéndola vacilar. Durante una hora o dos la cabeza será una boya tironeada hacia abajo por el pez del sueño, pero después vendrá la recta final, se apurarán las últimas tareas porque ya irá siendo hora de irse. Y entonces, a eso de las seis de la tarde, o para algunos las siete o las ocho, con la noche ya metida en el edificio y el frío esperando afuera, entonces todos se irán y llegará la Decadencia.

Oscuridad en las plazas, deshabitadas de niños. Oscuridad en las calles y las vidrieras de los negocios, pero en los edificios de oficinas hay luces postizas simulando que todavía hay vida en los despachos, que todavía hay seres consagrando sus minutos a trámites, a gestiones diversas. Incluso puede que verdaderamente los haya. Incluso los hay. Yo digo que aquellos que han tenido la vivencia de oficinas nocturnas son capaces de dar vueltas todas las Decadencias del mundo como un guante, sacar la carroza del envés del zapallo o el príncipe de la panza del sapo. Yo digo que pueden redimir cualquier Decadencia, de Barcelona, Buenos Aires o Génova. O Milán, o Rosario.
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