La Capital
edición especial
      martes, 16 de noviembre de 2004  
De puño y letra
Capital de la lengua
El Congreso

Una identidad que se gesta desde el origen
El idioma cambia, pero en sus propias palabras queda cifrada su historia

Oscar Sbarra Mitre / para La Capital

El idioma que hablamos los argentinos no tiene casi nada que ver con el de los primitivos habitantes de nuestro territorio, más allá de algunas palabras tradicionales de uso diario, como che, mate, cancha y quincho. Se dirá que esto pasa en todos los países que fueron colonizados. No es tan así.

En Paraguay, por caso, se platica generalmente en guaraní y después en español (el tronco lingüístico tupí-guaraní se extiende al nordeste argentino, el sur boliviano y el sudeste brasileño), una gran proporción de los peruanos se expresa en quechua (idioma del Imperio Inca -el país más grande del planeta en el comienzo del siglo XVI-, uno de cuyos dialectos, el quichua, es usado en nuestra provincia de Santiago del Estero por unos 150.000 hablantes), y muchos de los hermanos bolivianos lo hace en aymara o aymará (lengua del Altiplano, con alrededor de 1.600.000 portadores y usuarios, con grupos más pequeños en Perú, Chile y Argentina).

El fenómeno del quechua -utilizado, actualmente, en Perú, Bolivia, Ecuador y en zonas de Colombia y Argentina (Noroeste andino)- es el de las lenguas que utilizan el poder imperial para su difusión, ya que este fue un lenguaje tomado por los incas y extendido a todos sus dominios, representando algo así como el griego bajo el poder de Roma -al menos para ciertas capas sociales-, o el arameo entre los antiguos pueblos del Oriente Medio, la Mesopotamia y de ciertas zonas de la península arábiga, que, adoptado por el imperio persa, fue la forma cotidiana de comunicación desde el Nilo hasta el Indo, siendo la lengua materna de Jesús.

Contando con los idiomas hablados en México -nahua, otomí y totonaco, así como el más norteño, el yaqui, que ingresa en los Estados Unidos, hasta Arizona, entre otros-, por casi dos millones de personas, con el quechua que llega a zonas de Colombia y Brasil, y con numerosas lenguas en otras regiones de Mesoamérica, suman unos 40.000.000 -prácticamente el 10% de la población - los latinoamericanos que se expresan, con habitualidad, en los más de 600 lenguajes existentes de un total de 1.750 originales.

Estas lenguas son reconocidas como oficiales en Paraguay (guaraní) y en Perú (quechua), mientras el aymara se difunde en Bolivia y el quechua se enseña oficialmente para la población indígena en Ecuador. El lenguaje no es un detalle menor, porque cuando hablamos en un idioma, pensamos en ese idioma. Y el pensamiento es un aspecto fundamental de la identidad.

Se estima que en la época precolombina se hablaban unas 35 lenguas en lo que es hoy el territorio argentino. "Actualmente existen sólo doce, agrupadas en cinco familias lingüísticas: familia guaraní (lenguas chiriguano, mbyá y guaraní), familia guaycurú (lenguas toba, mocoví y pilagá), familia mataguaya (lenguas wichí, nivaclé y chorote), familia quichua (lengua quichua) y familia chon (lengua tehuelche), además de la lengua mapuche, no incluida en ninguna familia lingüística (Censabella, Marisa: "Las lenguas indígenas de la Argentina; una mirada actual", Eudeba, 1999).

Naturalmente, las fronteras lingüísticas no siempre coinciden con los límites geográficos de la división política de nuestros países actuales. Todas estas lenguas eran originariamente ágrafas, siendo la transmisión oral la manera de preservarla, al igual que lo sucedido con las costumbres, las reglas sociales y los valores éticos. Muchos estudiosos, en general misioneros empeñados en la traducción de la Biblia, confeccionaron gramáticas y diccionarios, en base a la alfabetización fonética.

Ultimamente, la implementación de programas de educación bilingüe e intercultural en algunas escuelas con población aborigen reforzó la importancia de la escritura, imprescindible para el mantenimiento del lenguaje. El marco legal que reconoce los derechos de los pueblos aborígenes comenzó a gestarse a partir del retorno a la democracia en 1983, a través de numerosas leyes, nacionales y provinciales, culminando con una expresa mención constitucional tras la reforma de 1994.

Los griegos no eran una Nación en el sentido que hoy las conocemos; el Estado griego no existía como Estado abarcador de sus numerosas polis y colonias desparramadas en las costas tricontinentales de la cuenca oriental del Mediterráneo. ¿Cómo se reconocían entre sí? Porque hablaban el mismo idioma, lo que quiere decir que no había una frontera material, definida totalmente en su trazado, entre los griegos y los bárbaros. Los esclavos y los extranjeros, por ejemplo, se cruzaban en las estrechas calles de Atenas -o de otras polis-, con pensadores, filósofos, artistas, científicos, pero no tenían nada que ver con ellos, porque no se expresaban en griego, signo de no participación en una cultura común, de no compartir una misma identidad, de no poseer una idéntica memoria comunitaria.

El término griego barbarós (bárbaro) significa extranjero. Era foráneo, ajeno a lo griego, bárbaro, aquel que no hubiera tenido una paideia (educación) regulada según los fundamentos y normas de la lengua y del modo de pensar griego. La connotación peyorativa es posterior y surge de un cierto antropocentrismo griego, frente al cual también eran bárbaros persas, babilónicos, los pueblos mesopotámicos en general y los egipcios, comunidades forjadoras de perfiles culturales trascendentes.

Los helenos establecían, con los bárbaros, un límite cultural y no geográfico como hacían los romanos, que atribuían ese carácter a los pueblos que vivían allende las fronteras del imperio. Grecia era una suerte de Nación cultural, sus fronteras eran las fronteras de su cultura, y estaban delineadas por la lengua común.

Roberto Fernández Retamar, el notable escritor, poeta y ensayista cubano, sostiene la similitud de las raíces etimológicas del sustantivo bárbaro, es decir, extranjero, en el idioma helénico, y el verbo balbucear o balbucir, que define el hablar apenas una lengua, con pronunciación dificultosa, trastocando letras o sílabas.

Puede, entonces, afirmarse la vigencia de aquella expresión atribuida a diversos escritores de distintos lenguajes latinos (el portugués Fernando Pessoa, el rumano Mircea Eliade, el argentino Ricardo Piglia, el español y francófono Jorge Semprún, entre otros): la patria es la lengua, y, a la inversa, todo idioma que se extingue es una cultura que muere.

"En la isla no conocen la imagen de lo que está afuera y la categoría de extranjero no es estable. Piensan a la patria según la lengua. Los individuos pertenecen a la lengua que todos hablaban en el momento de nacer, pero ninguno sabe cuando volverá a estar ahí. Así surge en el mundo algo que a todos se nos aparece en la infancia y donde todavía no ha estado nadie: la patria", narra Ricardo Piglia en "La ciudad ausente". La lengua es la llave de la realidad -es la que marca, señala y expresa la realidad-, por eso tiene un sentido diferente para cada hablante de un idioma distinto.

Destinemos, finalmente, una palabra para la palabra. La palabra se erigía, para los griegos, en la depositaria del saber filosófico y aun de la dinámica del pensamiento. Su protagonismo fue el motivo que, hasta Aristóteles -formador de la primera biblioteca personal de que se tenga memoria, y la mayor de las públicas hasta entonces, disponible en el Liceo-, se prefiriera la transmisión oral de la enseñanza a la escritura, pues se juzgaba que ésta cristalizaba el pensamiento y, por tanto, paralizaba su dinámica e impedía el avance del aprendizaje y también de la sabiduría. De allí que pitagóricos, presocráticos y socráticos no hayan dejado escrito alguno, llegando su conocimiento hasta nosotros, básicamente, a partir de Platón y sus sucesores.

La palabra conformaba el mito y estructuraba la razón, es decir, era la formadora de la historia, que puede imaginarse como el producto de un pacto entre el mito y la razón, como la hija de un matrimonio entre ambos. Su hermana, la leyenda, hereda las virtudes de su padre, al revés de ella que recibe el legado de su madre.

El valor de la palabra se acentúa en las tres grandes religiones monoteístas, de las que constituye el núcleo fundacional. Son las denominadas creencias del libro, ya que las Sagradas Escrituras resultan comunes a ellas, a través del Antiguo Testamento (específicamente los cinco libros del Pentateuco o la Torah), Los Evangelios y El Corán. En los capítulos bíblicos comunes a judíos y cristianos se expresa, a partir del relato prácticamente común del Génesis, que la palabra fue el instrumento de la Creación.

Con ella Dios modeló el Universo; con ella el Creador realizó su obra ("Dijo Dios «Haya luz»; y hubo luz"- Génesis, 1,3); con ella, por mandato del Señor, Adán dio nombre "a todo animal del campo y a toda ave de los cielos" (Ib., 2-19); con ella las comunidades humanas marchan a cumplir el plan divino. La palabra es la esencialidad, como principio y fin, de todo grupo gregario. De allí la importancia de su portadora: la lengua.


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