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 domingo, 17 de octubre de 2004

Rosario desconocida: Rostros de la piel urbana

José Mario Bonacci (*)

La gente de la ciudad recorre sus calles, sus rincones y generalmente lo hace de manera inconsciente, afirmado esto en el sentido de no observar, de no recortar ciertos puntos de interés que están contenidos y emergen de la piel urbana que en su función primera se comporta de manera similar a la piel humana: es el primer mensaje de un cuerpo que se exhibe.

En ese intercambio de mostrarse y ser vistos, la ciudad con su piel y la gente con la suya, intercambian mensajes, expresan valores, se sorprenden mutuamente y se alimentan. A partir de ese momento, ciudad y gente se funden en una sola cosa.

El ciudadano, que habita y construye para sí a la ciudad, será entonces su fiel amante, y quien la desarrolle en el tiempo y en el espacio, envejeciendo junto a esas escenografías urbanas grandiosas y sorprendentes que existen en cualquier lugar del planeta y en cualquier punto habitado.

A partir de esta comunicación queda entendido que nuestra ciudad se incluye también en este latir amoroso entre la carne y la piedra. Es el momento de reafirmación de sentimientos, de sabernos unidos en un sólo milagro que alimente la marcha por los tiempos con sus aportes, sus cambios, sus incorporaciones y el alimento de la historia a través de un maridaje indisoluble.


Espejo de agua
El ser humano siempre buscó representarse a sí mismo y esta necesidad puede haber nacido cuando por primera vez, aún antes de darse un lenguaje propio, se vio reflejado quizás en la quietud de un charco de agua que le devolvió su propia mirada, fascinándolo. Entonces el naturalismo de copiarse a sí mismo le inundó el cerebro y los deseos y comenzó un proceso que no se detendría ya nunca, llegando a nuestros días a través de las mil y una variantes en tiempo y espacio de las artes humanas.

El hombre reconociéndose a sí mismo, plasmándose en gestos por fuera de todo límite, mirándose o mostrándose a otros semejantes. Desde las lejanas cuevas de Altamira, pasando por un universo amplio e inclusivo de rastros y pruebas respecto de esta afirmación, la figura humana se insertó con derecho propio en el arcón de la herencia iconográfica gestada por la humanidad. Las grandes civilizaciones del pasado, los legados del mundo griego continuado en el universo helenístico y su incidencia en el mundo romano con las posteriores derivaciones temporales en los siglos siguientes y sólo por nombrar algunos de los eslabones que integran una infinita cadena de herencias, homenajearon a la figura humana representándola.

Cosa que también hicieron las culturas pre-colombinas de nuestra América y en general desarrollaron las culturas primigenias en todos los lugares del mundo habitado. Los muros de la arquitectura de todos los tiempos guardan en sus superficies y espacios cuerpos y rostros empleados con sentido e intención determinados: una mención, un homenaje, una cita cargada de supersticiones y la expresión de un deseo satisfecho a través de las facciones patentizadas en la piedra.


Caras de piedra
Nuestra ciudad, como suerte de milagro respondiendo a esto que afirmamos recibió la herencia como no podía ser de otra manera, principalmente a través del aporte europeo llegado con las grandes corrientes inmigratorias que se fundieron con la realidad de nuestro continente al producirse el abrazo entre los siglos XIX y XX.

La arquitectura local se desarrolló y asimiló la presencia de la figura humana en cantidades infinitas, que aún hoy siguen hablándonos con el idioma de la piedra y el estuco, pidiendo persistir por siempre a pesar de los cambios de la historia.

Resultaría imposible señalar todas y cada una de estas presencias en nuestro patrimonio construido. Pero el mejor modo de encuentro siempre estará en el andar lento con la visión atenta para que estos rostros aparezcan de pronto en rincones recoletos o mostrándose con toda su belleza en el cuerpo entero de la ciudad, en los plieges y replieges de una fachada, bajo las cornisas o coronando una composición arquitectónica cuyos límites están en el cielo. Para verlos, para encontrarlos, sólo hace falta el deseo y todo lo demás ocurrirá como por arte de magia.

Un rostro de mujer recuperado y reinstalado en la vivienda de Pasco 1534, otras expresiones bellas y sensuales nacidas en la redondez de la piedra, rostros jóvenes y orgullosos, felices muchos de ellos pero casi siempre inocentes, valorizados por los claroscuros que les da la luz en una dinámica expresiva casi siempre cambiante.

El paso del tiempo deja también sus huellas inexorables y marca a los rostros de piedra cargándolos con estados de ánimo casi humanos, como el llanto tallado por la lluvia en el bello y melancólico rostro ubicado en la vivienda de Laprida 1159.

El edificio del ex Círculo Italiano ubicado en ochava noreste de Mitre y Córdoba, exhibe rostros altivos que miran pasar allí abajo, todos los días, a la gente de la ciudad.

En cambio sobre los paramentos de otra construcción situada en Santa Fe y Dorrego, ochava sureste, hay varios ejemplares de factura magnífica que desde la altura miran la ciudad en un acto de fijación eterno.

Pero también la irrespetuosidad se ensaña con bellos rostros juveniles, de los cuales la ciudad tiene infinidad de variantes. Son vulnerados, violados y destruidos por acciones irresponsables, cuando su belleza pensada para mostrarse con el color y la textura de la piedra es alterada con el rojo aplicado a sus labios, o el negro de un cabello grotesco en pinceladas guarangas y repudiables, como se observa en Pasco y Mitre por ambas manos de la ochava noreste.

Vencidos por su antigüedad, la indiferencia, viejas capas de pintura que modifican sus rasgos, o las acciones del tiempo, rostros que fueron jóvenes, altivos, hermosos, dan ahora una suerte de grito final, con sabor muerte. Todo esto transcurre en el cuerpo construido de nuestra urbanidad, casi como si fueran humanos, a pesar de la dureza de la piedra.

(*) Arquitecto / [email protected]

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Las imágenes reflejan distintos estados de ánimo.

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