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 domingo, 17 de octubre de 2004

Pasajeros en tránsito: La argentinidad al palo

Valeria Schapira

La argentinidad al palo. Así la sentí, fugaz, lacerante y bochornosamente en mi reciente viaje al Viejo Mundo. Llegada al aeropuerto de Fiumicino en Roma decidí darme una vuelta por el prohibitivo -casi obsceno en la era post Menem- free shop. Llevaba unos diez días de abstinencia del idioma criollo y lo reencontré, sin anestesia y a viva voz: -vení, probate éste también, aprovechá que es gratis. Dos señoras muy bien puestas, usufructuando la impunidad de su anonimato internacional, se bañaban en "eau de parfum", para espanto de las vendedoras locales.

Mastiqué mi vergüenza ajena y decidí rumbear para una cafetería cercana. Allí encontré a otras dos connacionales en pública exhibición de souvenirs, haciendo cuentas sotto voce. "Vos gastaste tres dólares más por las medallitas que compraste en el Vaticano", vociferaba la más mayorcita, mientras desparramaba sobre la mesa estampitas, chocolatines, jaboncitos y gorras de baño de hotel.

Corrí despavorida hacia la sala de embarque con una revista en inglés entre manos en un intento de disimular la argentinidad que mis compatriotas exhibían desembozadamente. Me dispuse a matizar la espera escudriñando la siempre peculiar fauna humana que circula por las estaciones áreas. Pero la salita no tardó en impregnarse de más argentinidad. En el teléfono público, un sujeto algo excedido de tortellinis se desgañitaba en el tubo: "Tota, estos guachos me quieren cobrar una cosa que se llama tasa de embarque. Y me quedé sin guita con la historia de la camiseta del Milán que me encargó el Beto".

Decidí autoinyectarme paciencia y resignarme a la sistemática llegada de mis "argentos" compañeros del vuelo a Buenos Aires. No tardó en arribar un adolescente de mechón teñido y camiseta de la selección, temporario habitante de suelo itálico y gran "ganador" en sus visitas a las pampas porteñas: "llevo euros, así que con eso reviento Baires", decía a una abigarrada platea de compañeros de viaje. "Cuando llegue a la Boca mi viejo va a hacer flor de asado. Eso es vida. Acá, mucho primer mundo, mucho primer mundo, pero no hay como la carne argentina", fue otra frase que sonó.

Una pareja de personas mayores, aplomadas y en actitud respetuosa, pareció devolverme temporariamente la fe en la condición humana. Sostenían un diálogo en tono moderado y acomodaban algunos petates dentro del bolso de mano. La ilusión duró poco: como de la galera de un mago aparecieron una media docena de toallitas de hotel, ceniceros y demás souvenirs que jamás estuvieron a la venta en sus lugares de procedencia. Para ese entonces ya estaba buscando en la agenda el celular de mi psicólogo en un intento de prevenir mi inminente colapso nervioso.

Por fortuna, llegó el llamado para abordar el avión. Pensé que la pesadilla había terminado. Las decenas de almas que poblaban la sala se levantaron como impulsadas por el huracán Iván y, a bolsazo limpio, intentaron abordar la aeronave en primer término. De más está decir que todos pudimos subir y que quienes reímos últimos, reímos mejor. En mi caso, pude terminar de leer mi revista y tomarme otro espresso.

La argentinidad al palo. El viaje aéreo en sí aporta material para varias columnas más. Una psiquis endeble no lograría convivir trece horas con italianos y argentinos en el estrecho espacio de un avión. Pero por ahora, ¡arrivederci amigos!

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