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 domingo, 11 de julio de 2004

[Nota de tapa] Los dueños del Paraná
Hombres del río, historias que se anudan en el agua
El Parana ya no es lo que era, pero los pescadores siguen peleando día a día para subsistir como comunidad. Son familias del río que se niegan a abandonar su origen y que recrean cada día una magia antigua

Gabriel Zuzek

Si se los observa desde lo alto de la barranca sus figuras apenas son puntos efímeros desparramados sobre una serpentina marrón. Parece casi imposible que las siluetas recortadas sobre un horizonte disuelto sean trabajadores en busca del sustento diario. Los pescadores del río Paraná, ya que de ellos se trata, son hombres que anudan historias de agua. Sus vidas se aferran tenazmente a redes y canoas para que no se los lleve una correntada de olvido. En los huesos acuñan la inefable huella que dejan el látigo del clima y de extensas jornadas a la intemperie.

Las miradas de los pescadores develan una fugaz tristeza cuando añoran épocas de abundante pique y sus voces suenan como frágiles rumores despojados por el viento. La mayoría sostiene en la espalda el legado de una familia pescadora y prolonga la tradición en las generaciones más jóvenes. Otros se fueron asentando junto al río por el placer de trabajar y vivir cerca del agua. Tampoco faltan aquellos que se hicieron pescadores como consecuencia de los masivos despidos laborales de las últimas décadas.

En este trabajo las agujas del reloj no tienen sentido, porque los hombres del río no conocen horarios fijos. Suben a la canoa en el momento del día que les parece apropiado o para responder al llamado urgente de la olla familiar.

Hace varios años que la comunidad viene sufriendo diferentes vaivenes. La construcción del túnel subfluvial y del Puente Rosario-Victoria fueron algunos de ellos. Para realizar estas megaobras se hicieron terraplenes que taparon muchas bocas de lagunas, lugares que funcionan como refugios de los peces para ir a desovar. Otro de los inconvenientes que tiene a maltraer a los pescadores es una dudosa legislación con respecto a la medida reglamentaria que deben tener los tejidos o redes. Es una lucha permanente y desigual que tienen contra los que patrullan el río. Prácticamente sus reclamos no son escuchados por nadie y aunque vislumbrar el destino del oficio sea complicado, los hombres del Paraná no se resignan a que esta labor milenaria desaparezca aguas abajo.


Con viento a favor
Tres días sin ir al río es como un siglo para Antonio César. Tiene 69 años y baja sin cautela las escaleras que llevan al Club Mitre de la calle Corrientes y el río. Saluda casi con un susurro y por detrás de unos gruesos lentes resaltan unos esforzados ojos azules. Carga en la espalda una bolsa de arpillera repleta de redes y un bolso descascarado con algunas herramientas. Pegada a sus talones lo acompaña una perra blanca con manchones negros que responde al nombre de Fortunata.

Antonio César es uno de los últimos pescadores artesanales que cobija la costa de Rosario. Su canoa "Ellapope" es una de las pocas que aún navega a vela por el Paraná. "Ahora no me da mucho el cuero -relata Antonio- pero a mí me gusta andar en el río y más si puedo andar así, a vela. He pescado mucho con motor, pero ahora para la pesca que hago yo no me da, porque la nafta es demasiado cara".

Aunque su apellido no lo demuestre, Antonio César tiene raíces polacas. Cuando su padre emigró del país del Este a la Argentina, las autoridades nacionales decidieron cambiarle el apellido porque el de origen sonaba imposible de transcribir para su registro. "Empecé a pescar a los 13 años con un paisano polaco amigo de mi viejo que vivía en Pueblo Nuevo -cuenta-. En esa época había muy pocos pescadores y se pescaba con red de piolín que no era como el nylon de ahora. Era un hilo que se llamaba Barbur, y había que teñirlo porque sino se pudría enseguida. Se pescaba con red solamente en los meses de la arribada del pescado. Después, durante el resto del año se lo hacía con anzuelo o espinel. Pero yo ahora hago un pesca livianita porque la sardina se pesca en superficie y se tira en la orilla".

Con un pañuelo limpia los vidrios de los anteojos y continúa: "en los veranos, calo el tejido en los remansos de la isla porque es donde hay un poco más de pescado". Antonio César despliega en la orilla la vela que estuvo remendando en los últimos días. "Antes tenía una vela cangreja que es más práctica. Ahora quiero probar esta nueva, que es una vela guaira. Es más difícil de armarla pero agarra más viento. Vamos a ver si el invento resulta", explica.

En la bajada España, donde suele ir a vender el pescado, le pusieron el sobrenombre de Vikingo, pero los amigos del Club Mitre lo llaman Robinson Crusoe, como el personaje de la novela de Daniel Defoe, pero haciendo alusión a su pasión por emparchar las velas. "Hace quince años que estoy acá. Me han dejado poner la canoa, es gente muy buena", dice César mientras ata las maderas de la nueva vela y recuerda cómo era el negocio de la venta en los años que se fueron. "Antes era más jodido vender el pescado. Porque ahora se saca un pescadito de medio kilo y se vende; antes para venderlo había que sacar pescados grandes".

Durante todos estos años en el río sufrió infinidades de penurias, pero rememora con claridad la oportunidad en que Fortunata estuvo trece días perdida después de caer al agua tras una mala maniobra al cruzar el río. "La busqué por todos lados, fui de una punta a la otra y no me resignaba a perderla. La cuestión es que un día vengo acá al club y mi amigo Montiel me dice que la perra había aparecido a las cinco de la mañana y que estaba en la canoa. Se cruzó el río a nado, porque el perro no se ahoga, no es como el cristiano que cuando no puede se desespera", reflexiona.

Ya es hora de que la teoría le ceda su lugar a la práctica. Antonio César arrima la canoa a la costa y Fortunata es la primera en saltar a bordo. El día no ayuda para la prueba porque el viento parece haberse quedado dormido. Sin embargo, él no se resigna y se tambalea de un lado a otro hasta que logra poner la vela. Saca los remos y navega brevemente mientras analiza la nueva creación. "Voy a tener que hacerle algunos retoques pero creo que puede llegar a funcionar", sentencia.


Desde el norte
Para conocer a Nelson Yapura sólo hace falta bajar a los ranchos que se encuentran sobre la avenida Estanislao López. Tiene 39 años, la piel oscura y la risa fácil. Se sienta en una de las sillas que preparó en el muelle de su casa, enciende un cigarrillo y comienza a hablar. "Yo vengo de Tucumán y lo mío era la carpintería -dice-. Caí al río a pescar un poco por necesidad y otro poco porque le empecé a agarrar el gusto. Este lugar antes era de los ferroviarios y yo venía los fines de semana a pescar. Un día me quedé sin laburo y un hombre que era mitad pescador y mitad ferroviario me enseñó a remar y después a pescar. En la actualidad tengo la oportunidad de trabajar de carpintero o en otro trabajo, pero la verdad que no quiero".

Es domingo y desde el Parque Sunchales baja el sonido de las cornetas de los vendedores de churros y el alboroto de la gente. La tarde empieza a desvestirse de sus colores y un buque gigante se desliza con elegancia por el canal. "De día el barco te ve que estás pescando y en la noche hay que usar una baliza de luz amarilla para que te vean -manifiesta Yapura-. El barco tiene su ruta de navegación. Hay capitanes que son gauchos, te tocan bocina y se hacen a un lado. Pero hay otros que respetan su ruta y te encaran. Ahí hay que largar el bidón grande que llevamos en la canoa para señalizar donde está el tejido y nos hacemos a un lado para dejar pasar el barco".

Son varias los casitas que configuran la barriada costera donde Nelson Yapura vive con su mujer y sus dos "gurises", como dice. El trabajo de los pescadores no consiste sólo en lanzar y levantar las redes; salir a pescar requiere de algunos pasos previos, como delimitar las canchas, o áreas de trabajo. "Las canchas son lugares que se eligen en el río y que hay que limpiar con anterioridad. Nos juntamos tres o cuatro pescadores y limpiamos un lugar. Sacamos troncos y todo lo que trae el río con los mismos tejidos, después remendamos y salimos a calar en esas canchas establecidas. Hay una marca para largar las redes y otra marca para levantarlas", resume.

Esas marcas, señas o referencias pueden ser los edificios de la ciudad, las torres de las iglesias, las luces del puente durante la noche o las antenas. "Son marcas para calar y para levantar que hay que respetar. Si te fuiste 50 o 60 metros de dónde está limpio seguro que te quedas agarrado", especifica Nelson Yapura.

Las canchas pertenecen a los pescadores que las limpian y ese es el código establecido. Pero están quienes respetan las reglas y quienes no. "Hay canchas que tienen turnos y que no dejan pescar a cualquiera y hay otras que se llaman coladas, donde se pregunta en la forma que se pesca y se puede pescar mientras respetes los reglamentos de pesca de ese lugar, pero no siempre es así", asegura Nelson.

Apoya los codos en sus rodillas y chasquea los dedos. Esconde la sonrisa y su voz se vuelve ronca cuando traza un paralelo entre el río y la Argentina. "En este momento el Paraná camina mal, como camina el país. Con la contaminación y la depredación que hay, si sacás un surubí de 40 kilos salís en los diarios. Hace diez o quince años atrás era normal sacar un pez de ese tamaño". Y sigue ejemplificando: "el Pacú es otro pescado que se perdió. Le echan la culpa al túnel subfluvial o a la represa pero nunca se pudo saber con certeza por qué el Pacú dejó la ruta de inmigración hacia el Sur".

El tema de la exportación es otro problema que viene sufriendo el río. A los frigoríficos les conviene más la cantidad que la calidad del pescado porque producen harina para el balanceado de animales. "En el Departamento de Victoria prácticamente ya no les queda el sábalo, y eso que es uno de los principales peces para el equilibrio del ecosistema y es el caballito de batalla histórico de la provincia de Entre Ríos", afirma Yapura.

Como el amanecer vino con niebla, su canoa "La Tucumana" todavía "no salió a caminar el río". Ahora que la noche es casi certeza, Nelson se prepara para trabajar. "Tengo un encargue de pescado y esta mañana se me hizo imposible salir a pescar", comenta.

"A mí todos me conocen por El Negro, entonces así me llamo yo y listo", dicta y no deja oportunidad para desmentirlo. "Hace veintisiete años que estoy pescando. Nací en Entre Ríos, en la isla, y vine a Rosario a los seis años y estudié hasta que se pudo", aclara.

El Negro tiene 44 años y levantó un campamento junto con otros pescadores en el recodo que hace bulevar Avellaneda frente al estadio de Rosario Central. Parado en su canoa recoge las redes y describe sus inicios como pescador. "Empecé como mediero, que es la persona que trabaja a medias en las ganancias con alguien que pone el capital. Después me compré mi canoa, mis herramientas y un motorcito que no andaba nunca hasta que tuve la oportunidad de comprarme un importado".

La escasa cantidad de pescado que retiene el piso de la canoa y un cielo encapotado a punto de desplomarse parecen un buen motivo para demostrar que no está de humor para preguntas. "Tenemos cada vez menos pescado y cada vez somos más pescadores. Ese es un problema -apunta-, porque antes los pescadores se hacían de padres a hijos. Ahora ha ido quedando mucha gente en la calle y con las indemnizaciones se han comprado tejidos, motores y siempre somos más".

También declara que las personas que no tienen tradición en la pesca descuidan la fauna ictícola del río Paraná. "La gente que viene de arriba pesca tipo factoría y no les importa la medida. Los que somos tradicionales tenemos que acoplarnos a eso si queremos seguir subsistiendo, porque no hay control".

El Negro muestra con énfasis sus redes. "Cuando salen con alguna norma salen con barbaridades -se enoja-, el otro día a unos pescadores les quitaron el espejo de la red que es la parte del tejido donde pasa el pez chico y queda el grande". Además protesta porque no existe un censo o un registro de pescadores. "La vida de pescador te va marcando de a poco; no hay una situación en particular que te marque más o menos. Porque cuando algo te marca ya estás muerto", dice y vuelve a renovar su afán por no dejarle espacio a la duda.

Veintiocho años son los que tiene en La Florida y veintiocho años es el tiempo que lleva en la vida Carlos Cariboni. Su cuerpo mediano se asoma por el costado de uno de los puestos de pescado y habla con cierto desgano. "Hace cuatro o cinco años que estoy vendiendo pescado pero siempre fui pescador. Me di cuenta que a cierta edad si seguís arriba de la canoa después no servís para nada. El viento, el frío y la lluvia te arruinan", dice.

Cariboni es palanquero, como se llama al que vende pescado en la calle. Viene de una familia pescadora y jura que si puede evitar que sus dos hijos se dediquen a la pesca no dudará en hacerlo. También sostiene que el pescado más caro es el surubí. "Sale nueve con cincuenta el kilo, porque lo traen desde Reconquista", detalla y explica que por el mismo motivo otro que ronda esa cifra es el dorado. "Pero la época del pescado ya pasó hace un mes, acá hay tres meses fuertes de trabajo y después se va tirando".

Una llovizna tenaz cae sobre La Florida y el palanquero asegura que "al pescador se le paga lo que vale el pescado y ahí nosotros hacemos lo nuestro". Y termina, "lo que más lleva la gente es la boga por el precio y por el gusto".

Otro de los que en parte coincide con Cariboni es Roque Acosta que trabaja en la Cooperativa de Pescadores del Parque Alem. "Soy pescador hace 37 años pero hace nueve que no salgo al río porque la vida del pescador es muy complicada y nuestro cuerpo envejece muy pronto. A nosotros a los 30 años, cuando hay mal tiempo, ya nos empiezan a doler los huesos por la humedad".

Para él la vida del pescador es una cultura que nadie reconoce. Los trabajadores, dice, están desprotegidos por las autoridades. "Están atacando a los que no tienen que atacar. Nosotros sabemos como está el río y que es lo que hace el pescado. Somos los indicados para proteger la fauna, pero nadie nos da pelota", se queja.

Roque tiene 46 años, tres hijos y en todas las ramas de su árbol genealógico hay brotes de río y pescado. Aunque esté alejado del agua y a pesar que "la venta del pescado decaiga año tras año" en su interior sabe que no pasará mucho más tiempo para volver a subirse a una canoa.

Además del trabajo de palanqueo en la Cooperativa, Acosta dedica gran parte de su tiempo a la construcción de embarcaciones. "Para mí no hay vida como la del pescador -dice-. Porque a pesar de lo difícil que es, para nosotros poder vivir de lo que nos da la naturaleza es casi una bendición. Cuando sos pescador sos dueño de las estrellas, del paisaje y de la geografía. Y pensar que hay personas que llegan a los cincuenta años sin mirar el cielo".

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Los pescadores añoran épocas de abundante pique.

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