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 martes, 22 de junio de 2004

Reflexiones
Cuidar la noche

Adrián Abonizio

Una instantánea fortuita, rápida, nos puede aproximar a la idea de este hombre parado en la esquina. Un fotograma anexo nos devolvería la imagen de un señor de edad, levemente encorvado, vestido de marrón uniformado, fumando en la ochava iluminada por ese haz como sucio que le confiere a la escena un aire de cuadro londinense.

Pero estamos en Rosario y nuestro buen señor es apenas un custodio, un gladiador jubilado ya en el camino terroso en donde un hombre muta en dinosaurio, sumido en laberintos y con un sueldo exiguo, engrillado a las galeras de barcos de conquista cuando la esclavitud era una sana costumbre y no se habían inventado las leyes, las horas extras y en negro. Pero sigue preso aún en un barco oscuro con bandera de osamentas. Hay gente que anda por la vida como suspendida. Son ángeles o tontos. Nunca son ángeles tontos.

Hay en algunos de ellos el hálito de parecer impasibles ante el dolor e innecesarios a la hora de la fortuna. No reciben premios, ni favores, ni besos en la boca. Son invisibles. Todo esto, constituido de jirones de neblina literaria, se me ocurrió al verlo. Era una redundancia: yo ya lo conocía.

¿Qué es lo que cuida este abuelo en sus rondas? ¿No tendría que estar guarecido de acechanzas callejeras en su casa a salvo de vientos helados o disparos que le podrían simplificar de un fogonazo anónimo la vida que sobrelleva?

No tiene el uso horario de Dios, ni cree en los horóscopos y jamás la vida le proveyó otra cosa que trabajo y más trabajo, como si fuese un don que él debiera recibir callado, agradecido. Aprendió a ser flexible, empeñoso, reservado y eso es su mérito mayor, el de cuidar esos valores relativos hasta convertirlos en un emblema.

Como los carteles de la ruta agujereados a balazos, así parece mantenerse en pie, indicando el camino y jurándose en silencio que nada ya lo podrá tumbar. Aprendió a luchar cuerpo a cuerpo con el alma del mal y salir indemne sin revelar su mundo interior. Yo lo conozco. Nació cuando el siglo salía de la adolescencia y, ya de chico, abrazó el fundamento que lo mantiene en pie."No tengo ambiciones ni deseos: ser poeta no es una ambición mía, es mi manera de estar solo", al decir de Fernando Pessoa. Y estuvo en los desiertos. Cuidador, vigía, protector, un ángel flamígero armado a la criolla cuyo único error fue haber nacido en Argentina. Su casa de barrio Belgrano miraba a un estero. Aprendió a cuidar de sus hermanos. Cuidó de la cooperadora escolar y de la patria, las arcas incipientes de un clubcito de barrio nacido a instancias de la barriada de pibes. Ganó el trofeo Evita y lo custodió sobre la mesita de luz. Cuidó la incorporación de socios y la recaudación de los bailes. Cuidó a los cantores de las hembras fatales y a los amigos de las garras del alcohol.

En la colimba vigiló el descapotable del sargento, a la esposa de un general y al perrito del mayor. Custodió de los tanques y esquivó las balas de la Fusiladora. Cuidó de un tío que se asiló en el manicomio para huir de los gorilas; de una pariente lejana del general Valle y su infortunio; de viudas y expósitos. Lo conchabaron de cuidador de meretrices en Pichincha y de un campito en los confines de esta aldea; cuidó de una refinería, de un club de pesca, de un sindicalista engordado y de un actor enflaquecido con herencia flamante. Cuidó enfermos, madres solteras, centros vecinales, bibliotecas públicas, garages sin luces, teatros bulliciosos, cines de trampas, caballos de carrera. Cuidó de los vivos y de los muertos. Cuidó a los trigales y a los ex combatientes, a los desolados y a los felices, las casas cunas y las funerarias. Cuidó dinero ambulante y felicidades construidas con penas de los otros. Cuidó el ganado y a los ganadores.

En la caseta donde cavila sobre sus múltiples caminos enciende un cigarrillo y mira irse el humo por una hendija. Nunca veló por su salud. Nunca se cuidó de la falsa esperanza alfonsinista y los créditos menemistas. Cuando el corralito le llevó la módica reserva por cuidar tanto y por tantos años, se dejó de cuidar en todo. Se abandonó a la marea y esta lo depositó, galeón pirata mediante, dentro de un traje marrón con monograma de águila en su brazo y gorra al tono. Ese treinta y ocho que cuelga del cinto le molesta cual peso muerto.

A veces, mientras se rasca con el caño la nuca se suele interrogar por qué cuidó tanto de tantos y por tan poco. Y por qué nadie lo supo cuidar a él.Yo lo conozco. Jugué a la pelota con sus hijos, supe de su tango tremebundo cuando su esposa lo abandonó, compartí consejos amorosos para inexpertos y jugadas imposibles de casín. El sabe que es un buen tipo que siempre cuidó de los demás. Sabe que no obtendrá respuesta, por eso vuelve a encender un cigarrillo y mirando a la altura, volverá a convertirse en el sumariante de estrellas que hoy es.

Hay gente que anda por la vida como suspendida; tiene el alma leve como ese humo que sube hasta el haz de luz. Paso rápido junto a él; me saluda con toque marcial y sobreactuado de sus dedos en esa gorra que le queda tan mal. El, que cuidó a tantos, hoy no tiene quien le cuide las espaldas de pájaro milenario, ni la salud, ni los sueños, ni la vigilia de un amanecer que siempre tarda en llegar. Elijo cerrar mi fotograma, creyendo que al fin tiene una tarea superior: estar en la vereda de los buenos y no haber malogrado la vida de nadie. Intuyo que tiene por delante, hasta que la sombra del final lo deposite en el Jardín de Cuidadores Eternos, una labor que lo hace parpadear de lucidez. Ha conseguido al fin un trabajo merecido: cuidar la Noche.

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