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 domingo, 11 de abril de 2004

Revisiones
La certeza de un sonámbulo
Un especialista en historia alemana revela la trama oculta tras la emergencia del nazismo en "A treinta años del poder"

Henry Asby Turner

La noche del día de Año Nuevo de 1933, Adolf Hitler asistió a una representación de la ópera de Wagner Die Meistersinger von Nürnberg en el Teatro de la Corte de Munich, dirigida por la batuta del célebre Hans Knappertsbusch. La pasión de Hitler por el compositor alemán y el insaciable apetito que sentía por sus óperas habían surgido en su juventud. Fue así como más tarde conoció a la familia de Wagner, que lo recibió como algo parecido a una mascota política en el festival del maestro de Bayreuth. En un país orgulloso -con razón- de su herencia musical, esta asociación confirió al dirigente nazi un aura de intelectualidad de la que muy raras veces habían gozado los políticos alemanes. Este entusiasmo de Hitler por las óperas de Wagner también le abrió las puertas, al principio de su carrera política, de los círculos reaccionarios acomodados y con inclinaciones estéticas de Munich. Fue en las reuniones sociales en casa de estos mecenas donde aprendió a comportarse en la buena sociedad y a vestir en las ocasiones solemnes. Y fue mezclándose con la elite cultural de la capital bávara como adquirió el barniz de refinamiento suficiente para ser considerado a los ojos de muchos alemanes un candidato plausible para las altas esferas de la política, a pesar de su origen humilde y de su escasa formación académica.

Tras la representación de Die Meistersinger, Hitler se unió a la fiesta de Año Nuevo que se celebraba en casa de uno de sus patrocinadores acaudalados, el marchante Ernst Hanfstaengl, Putzi, un licenciado de Harvard que se había convertido en nazi militante. Hitler era la atracción principal de la fiesta, y los demás invitados, obviamente, estaban allí para complacerle. Entre éstos se encontraban dos de los toscos acompañantes que lo servían en calidad de guardaespaldas y factótum, su fotógrafo personal, Heinrich Hoffmann, y el secretario de su partido, Rudolf Hess, acompañado de su esposa. Para rematar la reunión había unas cuantas jóvenes solteras que Hanfstaengl y su esposa habían invitado a sabiendas de que a Hitler le gustaba estar rodeado de miembros atractivos e inseguros del sexo opuesto, una de ellas era Eva Braun, la coqueta rubia que trabajaba de ayudante en el estudio de Hoffmann y que se convirtió en amante de Hitler durante sus años de dictador, hasta que contrajeron matrimonio minutos antes de suicidarse en abril de 1945. Reunidos en torno a la chimenea de Hanfstaengl para tomar café, los invitados escucharon un concierto para piano de Rachmaninoff en el fonógrafo y conversaron hasta la madrugada. Hitler criticó la dirección de Knappertsbusch de la ópera a la que habían asistido esa noche. Hanfstaengl refirió más tarde que, mientras Hitler firmaba el libro de invitados antes de irse, "levantó la vista hacia mí y me dijo conteniendo la emoción: «Este año nos pertenece; te lo garantizaré por escrito»".

En enero de 1933, con cuarenta y tres años, Hitler era un hombre bastante próspero. Los derechos de su libro "Mein Kampf", un gran éxito de ventas, le reportaron unos ingresos sustanciales que se vieron incrementados gracias a donaciones de patrocinadores acaudalados. Vivía en un apartamento amplio y confortable en el distrito de moda de Munich. La sede de lo que había sido un partido oscuro al que él se había unido siendo un antiguo cabo del Ejército bávaro ocupaba un suntuoso palacio neorrenacentista, situado de manera prominente en el centro de la ciudad que los nazis consideraban "la capital del movimiento". Hitler viajaba en una cara limosina Mercedes-Benz, acompañado de su chofer personal. Pasaba sus frecuentes vacaciones en un pintoresco chalé de su propiedad en los Alpes de Baviera. Durante sus numerosas, y por lo general prolongadas, visitas a Berlín, residía con su séquito de ayudantes en el ostentoso Hotel Kaiserhof, situado en el centro de la capital, a media manzana de la Cancillería del Reich. Libre de obligaciones establecidas, llevaba una existencia semibohemia llena de excesos. Raras veces se levantaba antes del mediodía, y por lo general se demoraba a la hora del café en elegantes cafeterías, rodeado de serviles criados y admiradores lisonjeros. Pasaba con frecuencia las tardes en butacas selectas en la ópera o como invitado de honor en casa de admiradores ricos como Hanfstaengl. Llevaba, en resumen, una vida regalada, llena de lujos que sólo conocía en sueños la mayoría de alemanes, en aquellos tiempos marcados por la depresión.

A pesar de los contratiempos de 1932, Hitler aún estaba potencialmente en situación de ejercer una gran influencia política a principios del nuevo año. Incluso tras las considerables pérdidas sufridas por el partido en las elecciones de noviembre, éste contaba con la mayor delegación del Reichstag y gozaba del respaldo de sus tropas de asalto, tan numerosas como agresivas. A Hitler se le había dado a entender de forma repetida que a él y al resto de dirigentes nazis los esperaban altos cargos en el gobierno y una gran influencia sobre la política de éste. Lo único que tenía que hacer era renunciar a su exigencia de la cancillería y acceder a compartir el poder con los conservadores a los que el presidente Hindenburg había puesto a cargo del Estado.

Compartir el poder era, sin embargo, imposible para Hitler. No era un político ordinario, sino un fanático profundamente convencido de que debía cumplir una misión. Se veía destinado a convertirse nada menos que en el creador de una Alemania radicalmente nueva. Un cometido de tal magnitud sólo podría lograrse mediante el poder absoluto, libre de todo compromiso. Desde que se unió al movimiento nazi en ciernes en 1919 hasta que se suicidó un cuarto de siglo más tarde, el afán por llevar a cabo esta misión acaparó toda la atención de Hitler. Carecía casi por completo de cualquier asomo de vida privada, y sublimaba cualquier impulso humano a la firme persecución de lo que él creía de manera incuestionable que era el destino que, en sus palabras, le había impuesto la "providencia". Incapaz de imaginar una realidad que no se ajustase a su concepción del futuro, Hitler avanzaba en la vida, como él mismo expresó, "con la certeza de un sonámbulo".

La concepción que Hitler tenía del futuro de Alemania derivaba de las corrientes subterráneas del pensamiento decimonónico. Aunque se había formado como autodidacta, leyendo vorazmente periódicos y publicaciones baratas durante sus días ociosos de juventud en Viena y Munich, impresionaba a personas mejor educadas que él con una abrumadora variedad de información, en particular sobre lo concerniente a la historia. Su mente enérgica y retentiva carecía, sin embargo, de la disciplina del análisis sistemático y el escepticismo. Como consecuencia, se imbuía de manera poco crítica de muchas nociones pseudocientíficas que circulaban en la época. Todas configuraron la concepción del mundo que guió su pensamiento a lo largo de toda su carrera, y que amalgamaba la doctrina social de Darwin de una lucha a muerte por sobrevivir con la propuesta racista de una sociedad irrevocablemente segmentada en grupos étnicos mutuamente hostiles. Para él, el mundo era una selva en la que la fuerza marcaba las leyes y las razas: o bien se imponían y se hacían más fuertes, o bien se debilitaban y perecían. Partiendo de esta idea, llegó a la conclusión de que el combate mortal entre las razas era un dictado de la naturaleza, su manera de garantizar el progreso de la especie. La guerra, en su opinión, no sólo era inevitable, sino también ennoblecedora.

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