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 domingo, 11 de abril de 2004

Fragmentos elegidos por mí

Angélica Gorodischer

Rosario, miércoles 5 de julio, 2000

(...) El cine Córdoba quedaba en donde ahora está la galería "La Favorita" y era extraordinario. El piso era de madera y toda la decoración era morisca en punzó y amarillo. Había plateas, palcos y pullman. Los palcos estaban sostenidos por columnas y tenían techos y adornos imitando las construcciones árabes de Córdoba, de Granada y hasta de Ispahan. No sé cómo era la fachada porque toda esa magia del interior le sorbía a una el seso y no le dejaba ver nada más.

Los domingos, enseguida de almorzar, mi padre nos llevaba al cine Córdoba, sacaba las entradas, nos compraba maní con chocolate y se iba. A las cinco terminaba la matinée y el padre de las chicas iba a buscarnos y nos llevaba a casa. Supongo, no es que me acuerde pero lo supongo, que a veces era el padre de ellas el que nos llevaba y mi padre el que nos iba a buscar, porque así una vez cada uno sacaba las entradas.

Daban dibujitos, películas y series. No se llamaban series: se llamaban películas en episodios. Había dibujitos de Betty Boop, del Gato Félix y de algún otro personaje que no recuerdo. Todo en blanco y negro. Los dibujitos eran muy divertidos pero lo que realmente me emocionaba era las películas. Deben haber sido espantosas pero a mí me parecían portentosas, sorprendentes, algo que me hacía esperar el domingo casi con tantas ganas como a los Reyes Magos. Lo malo de los Reyes Magos era que llegaban una vez por año, y lo bueno del cine era que se daba una vez por semana. Creo que las películas eran todas o casi todas de cow-boys. A mí fueran de lo que fuesen me importaba un pito. Pasaban cosas, eso era lo que me importaba. Las cosas que pasaban en mis cuentos secretos eran quizá más perturbadoras, pero lo que el cine tenía de fantástico, era eso, que no era secreto, que no era para mí sola, que era público. (...)

u u u


Rosario, sábado 22 de julio, 2000
Cada día es una aventura: wonders never cease, dice Muriel Spark hablando precisamente de ser escritora. Cada día, todos, meterse en el texto es una aventura. No hay reglas, no hay leyes, no hay planos ni mapas ni folletos explicativos. No hay ni siquiera caprichos. Que me perdonen Cortázar y Quiroga, o que no me perdonen, qué me importa, pero los decálogos para escribir cuentos son una soberana pavada. Todo lo que hay es que hay una maraña brillante, un inmenso intrincado bosque en el que una se sumerge felizmente inerme y en el que recorre el universo conocido y los universos vislumbrados cosechando palabras. A veces una lleva un plan como quien lleva un pan. A veces no lleva nada. Cuando lleva un plan no es como eso de "tener toddddddo el cuento en la cabeza hasta con puntos y comas" que decía Maupassant y no le creo ni una palabra. En los cuentos sí. Más bien le creo a Borges cuando dice que sabe el principio y el final y nada de lo que va en el medio.

Y entonces vienen las Musas y le explican a una por dónde tiene que ir para salir del bosque armada de todas las palabras que existen y de las que no existen también. (...)

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