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 domingo, 28 de marzo de 2004

Anticipo. Esperada edición de su poesía completa
Aldo Oliva, el genio de la escritura
La Editorial Municipal recopila la obra de uno de los grandes creadores de Rosario

El emblema de origen que Aldo Oliva exhibía era el barrio. No Rosario, la ciudad que había proliferado durante las tres primeras décadas del siglo XX con el agregado de la fuerza de trabajo importada de Europa; sino "El Parque". Allí nació Aldo Francisco Oliva, el 27 de enero de 1927, en una casa que todavía perdura en bulevar Oroño 2857. En aquel suburbio cuya grama solían acariciar los pura sangre que se vareaban en la compañía amorosa de sus cuidadores. En el reconditaje de esos ojos, desviados hacia atrás en las órbitas nerviosas, esperando la descarga leve de la mano del jockey que transmitirá a la rienda la fuga hacia delante, a la batalla de la pista, se esconden los primeros misterios de la formación de Oliva: Atenea mostrando el secreto de las bridas, su triunfo momentáneo sobre el humor demoníaco del caballo.

La vida en El Parque se dirime cada tanto en la pista del Hipódromo Independencia, del Jockey Club, donde se encuentran apareados los sueños de la aristocracia -reificados en la propiedad del caballo- y el deseo ávido de un triunfo, un golpe de suerte que el pueblo delega a las patas ajenas, a la muñeca exacta de un conductor, diestro en los músculos lustrosos de un cuadrúpedo.

En el medio, entre las voces incitantes de las gradas, transcurre el trabajo del padre de Oliva, atento al masaje que el caballo necesita. Hay varios studs por el barrio; la casa familiar se abre sobre el bulevar y llega hasta las caballerizas en el centro de manzana. Alimento, cepillado del pelo, curado de los cascos, seguimiento de la tensión de los músculos, floreo, trotes, vareo. Pruebas de tiempo: el espacio debe sucumbir bajo la altura de las patas, protegidas por el vendaje. La primera niñez del poeta transcurre cerca del oficio del padre: en la inmanencia del cuidado de caballos.

la mirada, libre de la visión, / vaga en la

fraternidad de las nubes.

Errancia del niño hermanado con las nubes, cuya mirada no sabe, todavía, que en un descampado al sur del barrio El Saladillo un pelotón del ejército descargó sus armas sobre el cuerpo del anarquista Joaquín Penina. La mirada de aquel niño está libre de la visión, habita un territorio previo.

"Yo jugaba al fútbol, bien, era bueno. También corría, en la tierra pareja del suelo que después fue la calle Jorge Cura", recordaría Oliva, mientras explicaba a sus ocasionales oyentes, en una mesa de bar y frente a un partido de fútbol, la eficacia armónica del Vélez de los noventa. Con un vaso de vino en cercanía, la mirada recorría el juego televisado para concluir que era mejor practicarlo en la complicidad del barro. Oliva fascinaba cuando hablaba. Solía seducir, sin más, al auditorio reunido indistintamente en el bar, la charla académica o la intimidad del aula. Esa atracción por sus palabras no se manifestaba sólo cuando se refería al mundo poético o filosófico, también la suscitaba cuando hablaba de fútbol.

En su presentación de "Una Batalla", Héctor Piccoli afirmó que muchos se acostumbraron a repetir que Oliva "era un genio oral", a la manera en que se lo decía de Macedonio Fernández. Y discutía ese lugar común, en su opinión restrictivo, para dedicarse a demostrar, con razón, que era sobre todas las cosas un "genio escriturario". Sin embargo era fascinante también cuando hablaba, y esta afirmación deja invicta la definición de Piccoli: Oliva concentró los procedimientos de la escritura poética; métrica, tropos, aliteración, prosodia se entremezclan en sus versos en excelsos torbellinos.

Pero sigamos, por ahora, en el barrio. Aldo jugaba al fútbol, o corría, y era un atleta en confraternidad con sus pares, tal como lo recuerda en "Pies desnudos", que nos ubica en un tiempo donde eran comunes las competencias deportivas sostenidas por la institución lábil de la esquina. La referencia directa de esa escena es una de las tantas tardes en que la barra habitual de amigos congregados en la esquina recibe, presagiando la propicia tensión del enfrentamiento, a un grupo de muchachos desconocidos. Sabían por comentarios que en la anchura del bulevar se hacían carreras de a pie. "¿Quién se anima a correr? -dijeron- Nosotros lo traemos a él", y señalaron con el gesto a un muchacho alto y fibroso que prometía ser un corredor veloz, ideal para el sprint. "Yo me animo -dijo Aldo-, pero cinco mil metros". El otro lo miró sabiéndolo más corto de piernas, sin dudar aceptó la contrapropuesta y agregó: "Te doy cien metros".

Oliva, que trabajó una construcción autobiográfica entramada con sus definiciones poéticas (una lírica en tensión con la política de la poesía), en "Pies desnudos" hace resplandecer la anécdota en un hálito de felicidad. Este poema, en su forma asequible de narrar la anécdota, es atípico si se compara con el modo Oliva de escritura, que trabaja sublimando citas, secuenciando imágenes oscuras y crípticas en una sintaxis compleja, y que disemina en buena proporción interrogaciones problemáticas que permanecen abiertas. Basta contrastarlo con aquellos otros en los que la historia personal fue reasumida como materia poetizable: "Aldebarán (Tango)", "Masaje", "Frente al balcón", "Vieja lavando ropa", "D.N.I.", "Al tercer día" o los poemas del Ehret.

"Pies desnudos" desde su aparente simpleza, propone una ética del suburbio distinta a la postulada en la tradición literaria argentina. No el enfrentamiento ladeado, socarrón y cínico de Fierro con el mulato; no el enfrentamiento elidido y descentrado pero al fin de cuentas mortal entre guapos de "Hombre de la esquina rosada" de Jorge Luis Borges, ni tampoco la de esos grupos barriales siniestros que convierten en chivo propiciatorio a uno de sus miembros, como en "El sueño de los héroes" de Adolfo Bioy Casares. Sólo la certeza de que el otro era un hermano -que como recordaba Oliva, además, permaneció rememorando la hazaña junto a su competidor, quien a su vez supo reconocer la grandeza del que le había otorgado ventaja-.

"No todos podían ir al cine, yo volvía y empezaba el relato." Narrador de una pequeña tribu armada en el cordón de la vereda, Oliva devolvía a su expectante auditorio un aprendizaje. Las palabras no valen siempre lo mismo; tienen a veces la capacidad de crear una intencionalidad secreta: suscitar la diferencia, dar aliento, proporcionar una dirección no vista antes.

En aquellos días repetidos se produce el primer encuentro con la poesía. Reversionar -como hizo luego con la Farsalia de Lucano, o con algunos poemas de Cátulo, o con los poemas de Baudelaire que trabajaría en sus clases-, era una capacidad oral en la que se manifestaba el pequeño desvío, imperceptible en la continuidad, que inaugura la posibilidad de lo nuevo.

El clamor decodificado en el contexto amigable de la barra, saludando el final de una carrera que a la distancia se traduce en incentivo a continuar la marcha, es el anverso de ese aliento sin formato preciso. Oliva regresa a la esquina para poner en palabras lo que antes vio, repetir lo que fueron las secuencias de un film, recomenzar un relato, comenzar a variarlo. Recreación ofrecida solidariamente: esa es la primera forma de la visión, la fraternidad.

La visión perfila la búsqueda del poema como máquina útil de conocimiento, una verdadera inteligencia artificial apoyada en la creatividad movediza de las palabras, que al encuentro con otras palabras abriga nuevos saberes. La penetración del fenómeno -abertura de otros caminos de lo real- es su propia posibilidad de revolución.

La voz, en la condensación que el poema consigue, es única; ejerce un desvío sobre sus antecedentes. Esa voz encuentra su modulación en la cita. Se asume la Voz.

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Aldo Oliva (tercero desde la izq.) junto a amigos y colegas. (Gentileza Editorial Municipal de Rosario)

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