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 domingo, 29 de febrero de 2004

"Vivir en escritura es recordar en vida la vida y de eso se trata"
Jorge Barquero: Libertad para contar
En 1999 irrumpió con "La ley de la memoria", una novela testimonial con denuncias reales. Fue comerciante de oro y estuvo en prisión. Se aburrió de trabajar con cerámicas y se puso a escribir. Vida y obra del rosarino que se fugó en las letras

Gabriel Zuzek

Conocer al escritor Jorge Alberto Barquero es una experiencia difícil de olvidar. La cita fue de noche durante el ocaso del invierno del año pasado en un bar con demasiado alboroto. Su novela testimonial —"La ley de la memoria"— comenzó a hacerse extensamente pública y la necesidad de saber más sobre la vida de este rosarino que empezó a escribir estando en prisión se instaló rotunda. Esa noche apenas se pudo escuchar lo que susurraban sus labios finos, casi imperceptibles. Fue un primer round de estudio en el que Barquero salió ganando, sin concesiones. Al despedirse quedó en el aire la posibilidad de un nuevo encuentro. Aunque no es importante saber si se produjo o no.

  Ahora abre el portón del edificio de la calle San Luis y saluda con tono amable, risueño. Sube hasta el quinto piso y al cerrar la puerta de su departamento anuncia que una de sus nietas con una amiga se han apoderado del comedor. De manera que se acomoda en una pequeña habitación que parece cumplir la función de estudio. Una computadora sencilla, un interminable planisferio colgado en la pared y algunas cajas con papeles desordenados dominan el espacio del ambiente. La mirada directa de sus ojos claros indica que tal vez no sea un buen día para el reportaje. Cruza algunas palabras sin sentido, duda. Busca algunas cartas de los años de encierro y parece no querer encontrarlas. Un cansancio fugaz inunda su rostro cuando le vienen a preguntar sobre su pasado. Se levanta, despide a su nieta con un beso y vuelve a sentarse. Esta vez parece inevitable. Golpea sus puños, se levanta del rincón y espera el sonido de la campana.


El horizonte en los ojos
Jorge Alberto Barquero comenzó a escribir a los 50 años pero antes ejerció infinidad de profesiones. Estuvo vinculado con el negocio del oro, cumplió tres condenas en prisión —una de ellas por un crimen que no cometió— y sufrió la tortura. Dio vueltas por siete países y como si esto fuera poco confiesa que es "fiel a la misma mujer desde los 18 años". En 1999 publicó su primera novela "La ley de la memoria" y en el 2003 la Editora Municipal de Rosario publicó su libro de relatos "Sabihondos y suicidas" que obtuvo el segundo premio del concurso Manuel Musto de ese año. Además tiene una larga lista de textos inéditos: la novela "El hombre baldío", el volumen de ensayos "Juntapapeles", y tres libros de relatos, "Bromas y aparte", "Seguimos en el aire" y "Cómo nace un delincuente", de la cual se reproduce aquí un fragmento.

  En la actualidad sus hombros cargan 61 años y asegura que su naturaleza de niño persiste en el recuerdo. Su padre fue el menor de siete hermanos y con la muerte del abuelo llegó el complicado reparto de las pertenencias familiares. "A mi viejo, no sé si por ser el más chico o por haber llegado tarde, le tocó ligar lo que nadie quería, una biblioteca con dos mil o tres mil volúmenes y no hubo mejor lugar que la habitación de los chicos para poner esa biblioteca con mueble incluído. Los chicos eramos mi hermano de cinco y yo de tres, así que mi vida de niño fue un abrir los ojos y ver un sonajero colgando del techo y un enorme mueble con una infinidad de libros esperando que yo supiera leer", relata Barquero.

  Desde los cinco años vistió el uniforme del colegio de los hermanos Maristas y cuando cumplió los trece años ingresó en el seminario de San Lorenzo. Solamente tres meses duró el intento de vestir una sotana. El cura González Lehay lo expulsó bajó los cargos de reiterados robos de mandarinas y fijación atenta de la vista en los tobillos de las mujeres que visitaban el seminario. Primer antecedente. Cuando terminó el secundario ingresó en la Facultad de Medicina, donde cursó hasta el tercer año.

  Sentado en el living comedor, a veces su voz se pierde con el fragor callejero que se filtra por la ventana. También lo distrae Grenda, su gata que rasquetea insistentemente los pesados muebles de algarrobo que decoran el lugar. Jorge Barquero se autodeclara un pésimo cebador de mates y entonces ofrece gaseosa, se coloca unos lentes de marcos plateados y dice: "Cuando cuento pedacitos de mi vida siempre hay un libro en la anécdota. Me dí cuenta que mi existencia estaba llena de libros y que leí desordenadamente. Hace poco, cuando me interesé en la literatura tuve que ordenar todo; autores, títulos y escuelas porque tenía las historias frescas en la cabeza".


Hojas de yerba
A veces ciertas cosas tienen un origen difuso, impreciso. A veces hay ciertos mandatos tradicionales que determinan los destinos de una sociedad y que en la vida de los hombres terminan pateando para el lado contrario. Jorge Barquero piensa un instante y su voz adquiere un tono reflexivo, casi grave: "Cuando llegás a una edad y estás sólo y te faltan los aplausos es feo. Es feo porque hay que cumplir con el mandato de los hermanos Maristas. Esa escuela educa ganadores en la vida; de ahí salen jueces, industriales, ingenieros, intendentes y gobernadores. Y resulta que yo estaba educado para ganador pero no tenía la disciplina para que me dieran una medalla y tal vez busqué por el lado de la comodidad —declara Barquero—, entonces una cosa sale bien y pasa inadvertida y poco a poco uno se va metiendo en una hondura hasta que llega el momento en que el largo brazo de la ley te avisa que perdiste. Cuando entrás a la cárcel, decís: Estos son delincuentes y hay otro que te mira y piensa lo mismo de vos. En ninguno de esos actos de mi vida logro justificarme".

  Estuvo preso por tres condenas distintas, dos purgadas en Rosario y una en Córdoba. La primera fue por falsificación de sellos de whisky, la otra por vender Bonos Nacionales Ajustables (Bana) apócrifos y la última por un secuestro que jamás cometió. "La primera vez que entré en una cárcel tuve vergüenza, la segunda estaba muy preocupado en mi propio suicidio como para tener vergüenza y la tercera estuve ocupado en demostrar que fue una injusticia porque yo nunca secuestré a nadie. Finalmente salí con lo cumplido, después de seis años y nueve meses la justicia de Córdoba me pidió disculpas, ahí tengo los papeles", refuta.

Así se fueron sumando casi doce años en prisión, un lugar donde según Barquero lo primero que hay que aprender es que existen códigos para respetar. Porque en la cárcel no está el negro ni el rubio, tampoco el rico o el pobre, y ni siquiera el guapo o el cagón. Solamente se es igual, si se aprende a respetar los códigos. "Pero los códigos no son iguales para todos, entonces la diferencia está en como uno circula emocionalmente ahí adentro. Hay que ganarse la confianza en uno mismo más que en la de los guardiacárceles o los otros presos, porque más que nunca necesitás esa seguridad para estar en un lugar límite. Y es muy difícil porque a la vez sentís tanta vergüenza por estar ahí...".

Revisando la biblioteca del penal se topó con una enciclopedia que en su interior contenía cuatro páginas desplegables en colores con dibujos de sombreros de todos los países y de todos los oficios. Entonces le pidió a su señora que le llevara cerámica y se puso a trabajar: "Hacia caras de todo tipo y según la expresión que me saliera le hacía el sombrero correspondiente. Vos entrabas a mi celda y parecía un cementerio de caritas. Pero llegó un momento en que hice quinientos y después los regalé a casi todos". El trabajo manual había llegado a su fin.

La nueva ocupación que encontró fue comenzar a escribir frases. Frases sueltas, en papelitos que guardaba en un cajón con la sola intención de releer sus propios pensamientos. Escribía a un ritmo de una o dos frases por día: "Hasta que un día entró un preso que era analfabeto y me pidió que le leyera algunos de mis escritos. El fue el que me dio la idea de hacer un libro con esos pensamientos", rememora Barquero. Y así nació su primer libro -"Hojas de yerba"- un anecdotario carcelario con el sello de la Editorial Balcalá de Rosario. Corría el año 1989 y la edición de 600 ejemplares se agotó casi en dos meses. Jorge Barquero se acomoda en la silla y acota deslizando una sonrisa imperfecta: "Yo ignoraba que no lo había vendido por la buena literatura; si no porque era Barquero, el tipo que no le tiene miedo a nada, porque en ese libro hablaba del director, de los guardiacárceles, hablaba del juez y todavía no había ido a juicio, fue algo increíble".

Hoy, con la lejanía del hecho consumado reniega del libro y está seguro que no lo volvería a escribir, pero aclara que le sirvió para algo: "Fue el trampolín necesario para decir que creía y creo en la literatura -ahora la sonrisa es perfecta y los ojos que brillan le delatan la ironía- y aparte pensaba: que lindo curro, gané en dos meses tanta guita que era el preso al revés. Mi señora venía a verme y en vez de traerme plata se llevaba la plata que hacía con la venta del libro".


Pabellón de la memoria
Ese fue el impulso que lo llevó a escribir de manera casi compulsiva y a no detenerse más. Fueron cuentos y más cuentos en un lugar donde sobran las horas. En ese reducto de "dos por dos" también fue donde germinó la sólida e impecable novela "La ley de la memoria".

"Cuando me trasladan al penal me pusieron en el pabellón de ingreso, el pabellón 6 -como la novela de Dostoievsky- ahí durante la dictadura albergaron a los del ERP y Montoneros y no habían arreglado ni reparado nada. Seguían los mismos barrotes, las mismas puertas de seguridad, las mismas incomodidades, un desastre". Hace una pausa y garabatea en un papel la forma que tenía aquel pabellón. Reseña con detalles los ingeniosos métodos que utilizaban los presos políticos para comunicarse entre ellos y con los demás presos comunes. Y continúa explicando: "Así que uno estando ahí dentro sentía voces y se creaba con un halo de misterio. Un día vino un preso que había estado en esa época y me contó las historias de muchos chicos que habían estado ahí y yo anotaba y anotaba. Esas son las historias que están en «La ley de la memoria»".

Pero la novela también agrega algo más, un suceso un tanto macabro en el que el escritor se vio involucrado cuando se desempeñaba como banca en el negocio del oro. Barquero era el encargado de comprarle el oro a los comerciantes de Rosario para revenderlo en Buenos Aires. La banca de Capital Federal enviaba un empleado en una avioneta y el intercambio de metal por dinero se realizaba en el aeropuerto de Rosario. "Resulta que el piloto era Luis Salvador Zamboni y había sido un ex oficial que formaba parte de Las Falanges del Espíritu, un cuerpo especializado en hacerle inteligencia a los conscriptos a la salida del cuartel creado por Reynaldo Bignone. El chico pagó demasiado caro por los relatos de sus hazañas: él y su novia fueron hallados muertos en un departamento de Buenos Aires con sendos tiros en la nuca. Dos ejecuciones en pleno centro y en plena democracia. A pesar de no haber jamás cruzado una palabra con Zamboni, el jefe de Homicidios se empeñaba en meterme los asesinatos a mí, pero se dieron cuenta que mis antecedentes no daban para que yo fuera el candidato; todo eso lo cuento en «La ley de la memoria»". La narración llega mucho más allá de lo que puede ser un relato carcelario, es una punta de lanza para dar a conocer la otra violencia; la violencia de los genocidas. En esas páginas el escritor acusa desde la ficción y logra que su voz sea escuchada. Pero lo inédito del relato es que además introduce una nueva técnica literaria a la cual el escritor Ricardo Piglia denominó "monólogo interior a dos voces".

Barquero cuenta que esa obra le regaló ciertos principios de ética, le enseñó a jugarse por el anónimo, a arrepentirse por una vida mal encauzada y "a darle un valor confiable a mi existencia".


Pensar y escribir
Pasaron las horas y las sombras de la tarde se adueñaron silenciosamente del sobrio empapelado que recubre las paredes del comedor. Barquero siempre tiene a mano una seña, una sonrisa, un secreto. Es fluido y directo como sus textos. Es un boxeador certero que va demoliendo lentamente a su oponente. Dice que ser escritor es un burla que le hizo el destino y que en los días que no escribe se siente muy mal. "Tal vez escribo con tanto rigor porque cuando miro un almanaque tiemblo -afirma- y porque hay historias que todavía no puedo contar. Historias en las que me involucro y a las que les sumo buena parte de mi vida".

Tiene siempre presente en el recuerdo su amistad con el escritor y profesor Aldo Oliva. Lo considera su mentor, su maestro y atesora en la memoria aquellas lecciones de literatura dictadas sobre las mesas del bar Clemente, ya extinguido. Es admirador de Borges y de Cortázar. También destaca a Antonio Dal Masseto y "al primer Vicente Batista". En esos días en los que se encuentra remolón para escribir busca inspiración en la música clásica y en la lectura de los poetas rosarinos. Asegura que en materia poética "Rosario está tocada con la varita mágica"; nombra a Oliva, a Héctor Piccoli y la lista sigue: "Concepción Bertone, Gabriela De Cicco, Horacio Aige, Hugo Diz -que hizo feliz a mi vieja con un libro de él- y a tantos otros más que no podría nombrarlos". Tal vez se le escapa una leve queja para algunos narradores porque dice que "hay una tendencia a duplicar bibliotecas, a duplicar películas y no hay una mirada hacia adentro. Porque a mí me gusta la narrativa que deja todo arriba; el corazón, el intestino, el pulmón, la sangre, todo -reflexiona Barquero- porque cuando se escribe hay que dejar los prejuicios y la vida ahí adentro. Y cuando uno dice que la vivió, quiere decir que hubo acción, pero después de la acción hubo mucho pensamiento. Porque vivir en escritura es recordar en vida la vida y de eso se trata. Se trata de pensar tal vez cinco horas para escribir cinco líneas y no pensar cinco minutos para escribir cincuenta páginas". El escritor Jorge Alberto Barquero cierra la puerta de su casa y termina el combate. Ganó por nocaut.



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"Cuando cuento pedacitos de mi vida siempre hay un libro en la anécdota", dice Barquero.

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