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 domingo, 15 de febrero de 2004

Nota de tapa
La lista de Calamai, un rayo de luz en tiempos de oscuridad
Fue cónsul italiano en la Argentina entre 1972 y 1977. Gracias a él decenas de perseguidos politicos salvaron su vida tanto en nuestro país como en Chile. Su labor fue casi solitaria y representa un caso excepcional

Rubén A. Chababo

Enrico Calamai llegó a la Argentina en 1972, no tenía más de treinta años de edad y su misión era la de desarrollar labores diplomáticas. Nunca imaginó que aquí, en Sudamérica, le esperaba un destino cargado de luminosidad e incertidumbre. En aquellos años el Cono Sur giraba vertiginosamente hacia gobiernos de corte autoritario y la Argentina estaba en vías de convertirse en un verdadero círculo de muerte para miles de personas.

En 1974, al año del golpe de Augusto Pinochet, Calamai debió viajar a Chile con la misión de ayudar temporalmente al encargado de negocios italiano puesto que la embajada de Italia en Santiago se había llenado de refugiados llegados en busca de protección ante el despliegue persecutorio implementado por las fuerzas represivas de ese país. Su trabajo en la capital chilena duró un par de meses, pero ese tiempo le permitió comprender la violencia que acompaña a un golpe militar y al mismo tiempo las singulares posibilidades de ayuda humanitaria que ofrece la diplomacia.

De regreso en nuestro país fue testigo de cómo el clima político de la Argentina comenzaba a enrarecerse. Ya en el aire se respiraba el acre gusto de la muerte estimulado por la persecución criminal organizada desde los despachos ministeriales por la Triple A (la Alianza Anticomunista Argentina) dirigida por José López Rega, preludio infernal de lo que acontecería a partir de marzo de 1976 con el estallido del golpe militar encabezado por la Junta militar.

La breve experiencia chilena le había demostrado a Calamai que la actividad consular podía exceder las tareas protocolares, y así fue como se abocó a la ayuda de los perseguidos políticos, aunque no con el grado de oficialidad y de seguridad que hubiera sido posible de brindar si hubiera podido otorgar asilo político, algo que tan sólo las embajadas pueden conceder.

Apelando a sus contactos personales y a su estatus diplomático Calamai tendió entonces una verdadera red de ayuda y solidaridad que permitió salvar a muchos de los que llegaban hasta él. Ubicándolos en algunos casos en la estrechez de su delegación consular -no cabían más de tres o cuatro personas ocultas por vez-, consiguiéndoles documentos de identidad, sacándolos por Aeroparque o Ezeiza y desafiando siempre a los servicios de inteligencia, hombres y mujeres lograron alcanzar la otra orilla gracias a las diligencias de este joven delegado consular que en cada uno de sus actos hizo que aquella célebre cita talmúdica que dice que quien salva a un hombre salva a la Humanidad cobrara una fuerza incuestionable.

La historia de Enrico Calamai representa una verdadera excepción si se la compara con la actitud asumida por los representantes de la mayoría de las otras delegaciones diplomáticas extranjeras, quienes prefirieron ocultar lo que aquí sucedía privilegiando el cuidado de los intereses económicos de sus respectivos países o simplemente acordando ideológicamente con la política implementada por la dictadura militar. A diferencia de ellos Calamai supo entender que su responsabilidad cívica le imponía un desafío que no podía eludir y que su propia dignidad humana estaba puesta en juego en una decisión que no dudó en tomar: salvar personas de la muerte fue su opción. A más de veinte años de aquellas jornadas y desde su casa en Roma, Enrico Calamai aceptó dialogar acerca de la intensidad de aquellos años.

-¿Qué recuerda de aquella Argentina a la que llegó en 1972 para desempeñar su cargo diplomático?

-De aquella Argentina recuerdo a una juventud generosa, inteligente, preparada y politizada. Una generación decidida a llevar a su país hacia la democracia y una vida cultural muy intensa. Un momento de alegría, despreocupación y lleno de grandes esperanzas. Recuerdo aquellos tiempos como los de una primavera argentina.

-¿Qué percepción tenía de lo que pasaba en el ambiente político y social del país?

-Era un tiempo de convulsiones políticas. Lanusse y los militares aprontaban su retirada y la Argentina se preparaba para las elecciones presidenciales que llevarían a Cámpora al poder. Todo el mundo sabía que Perón, hasta ese momento en España, iba a volver y los jóvenes pensaban que con su retorno también llegaría la democracia al país. Pero al mismo tiempo, hay que decirlo, se sentía que una evolución auténticamente democrática era imposible.

-Usted se desempeñó en Santiago de Chile como cónsul provisional en los días del golpe de Pinochet. ¿Cuál fue el motivo de ese viaje? ¿Cómo se organizó desde el Consulado italiano la salida o rescate de los perseguidos políticos chilenos?

-En el otoño de 1974, más o menos al año de producirse el golpe de Pinochet, me comunicaron desde Roma que debía trasladarme a Santiago por un par de meses. En la embajada había 250 refugiados y el único funcionario joven que quedaba desde los tiempos de Salvador Allende acababa de ser declarado "persona no grata". No era posible que el Encargado de Negocios italiano en Santiago se quedara solo, con todos los problemas que la situación suponía. Los asilados me pidieron que me quedara a vivir con ellos en la embajada, pensando que la presencia de un diplomático les daría mayor seguridad. Eran todos políticos y se habían dado una organización que permitía que la vida funcionara perfectamente. Pero la tensión era muy fuerte porque los militares no les concedían el salvoconducto necesario para salir de Chile y el gobierno italiano se oponía a recibirlos como refugiados políticos en Italia.

En general los perseguidos políticos chilenos entraban a la Embajada saltando la pared del jardín, que no era muy alta, ayudados por los que ya estaban adentro. Si no podían, por ser viejos o niños, había algún empleado italiano que los metía escondiéndolos en su coche. Era peligroso, pero el personal en general simpatizaba con los perseguidos políticos. Además el gobierno italiano, presionado por la opinión pública, no podía oponerse abiertamente. Unos meses después de mi vuelta a Buenos Aires, el gobierno italiano y los militares chilenos llegaron a un acuerdo que consistía en permitir que los asilados salieran rumbo a Italia a la vez que tomaron todas las medidas de seguridad necesarias para que nadie volviera a saltar la pared de la Embajada. A partir de ese momento, esa Embajada terminó de ser refugio para los asilados.

-A su regreso a la Argentina, y en especial en el año 1975 ya había numerosos casos de personas perseguidas por la Triple A. Tengo entendido que algunas de ellas llegaron hasta las puertas de su Consulado en busca de socorro. ¿Cómo se organizó esa ayuda, en especial a partir de marzo de 1976? ¿Hubo colaboración del resto del personal o usted actuaba solo? ¿Qué actitud asumió el embajador de turno?

-En el tiempo previo al golpe de estado, sólo una vez se presentó en mi oficina una persona perseguida por las Triple A, eso fue en 1975. Recuerdo que no fue difícil darle un pasaporte y acompañarlo a Ezeiza para que tomara el primer avión hacia Roma. Pensábamos que no tendría problemas con el control del pasaporte porque la Triple A actuaba sin relación aparente con la policía, y así ocurrió. Además yo era consciente de que la presencia de un diplomático italiano impediría actos de fuerza.

Pero la situación cambió radicalmente después del golpe de Videla, cuando dos o tres veces por semana llegaba a mi oficina alguien que necesitaba ayuda. En su mayoría eran jóvenes. En general les dábamos el pasaporte italiano y dos billetes de avión: uno para Montevideo y otro de Montevideo para Roma. Sabíamos que en Aeroparque había poco control, puesto que en Uruguay había militares argentinos encargados de buscar a los perseguidos políticos que intentaban esconderse en ese país. Pero para nuestros clientes la situación era distinta, puesto que se presentaban al aeropuerto de Montevideo como ciudadanos italianos: algo así como turistas a los que en Buenos Aires les habían robado la cartera y los documentos de identidad. También sabíamos que la situación iba cambiando al consolidarse la organización de los militares argentinos en Uruguay, plan Cóndor mediante. Al final de mi estadía, salir por Montevideo se había vuelto demasiado peligroso y a los últimos dos perseguidos que llevaban meses en el consulado sin que encontráramos la forma de que salieran al exterior, tuve que acompañarlos personalmente hasta Río de Janeiro, donde pudieron embarcarse en un vuelo a Roma confundidos con los pasajeros en tránsito.

-¿Cuál era la actitud del personal del Consulado?

-En general el personal del consulado colaboraba, algunos haciendo como que no comprendían de lo que se trataba, otros porque les parecía justo ayudar. En cambio, hubo un conflicto constante con mis superiores, puesto que Roma quería evitar que se reprodujera una situación parecida a la que había tenido lugar en la embajada en Santiago. Ellos no querían tener problemas con los militares argentinos.

-¿Qué conocimiento tenía el gobierno italiano de lo que aquí estaba sucediendo?

-Es impensable que los políticos italianos no conocieran el tipo de estrategia que los militares argentinos habían elegido para implementar su política de exterminio, entre otras cosas por medio de los servicios de información. Entonces decidieron colaborar en la política de ocultamiento de lo que estaba ocurriendo, confiando en que la modalidad de exterminio (la desaparición forzada de personas) impediría que en un futuro se les pudiera reprochar algo, y así fue. La línea política de Italia en aquellos años, pero en general la de las democracias occidentales, fue la de dar prioridad exclusiva a sus intereses económicos. Por eso se hacía todo lo posible para evitar la presencia de asilados en la embajada de Italia, algo que hubiera podido dar visibilidad a lo que estaba ocurriendo.

-¿Cómo estaba organizada la vida interna del Consulado durante el tiempo en que en él residían los refugiados?

-Jamás hubo muchos refugiados residiendo al mismo tiempo en nuestra casa, sencillamente porque los consulados no gozan del estatuto de extraterritorialidad y porque en el consulado de Italia no había más que una habitación disponible. Se quedaban allí viviendo durante algún tiempo los que no tenían documento argentino de identidad (y por ello no podían buscar salida desde Montevideo), o los que consideraban demasiado arriesgado salir del país de esa forma. Fueron los casos más difíciles, para los que tuve que moverme diplomáticamente, haciendo comprender a los militares de la Cancillería que debía ser considerado de interés de la Argentina evitar escándalos en la prensa y en el parlamento italiano. Todos pudieron irse.

-Seguramente los servicios de seguridad argentinos sabían que usted estaba colaborando en la protección y salida de personas perseguidas y sobre las que pendía una sentencia de muerte. ¿Cómo reaccionaron frente a ello? ¿No hubo presiones?

-Es probable que entre el personal del consulado y la gente con la que tenía relaciones afuera, hubiera quien informara. Además los militares escuchaban mis conversaciones telefónicas. Nunca me llegó alguna amenaza explícita, pero me sentía controlado. Hubo momentos en que llegué a tener miedo, por ejemplo de un accidente en la calle o de un secuestro nocturno. Pero siempre pensé que los militares calculaban que no les convenía promover el tipo de escándalo internacional que supone la agresión a un diplomático. Lo más probable es que haya habido contactos entre los servicios de seguridad argentinos y los italianos, y que esos contactos hayan sido decisivos para mi posterior alejamiento de la Argentina.

-¿Recuerda algún caso de rescate en particular que haya sobresalido por sobre otros?

-Una vez se presentó al consulado un hombre de unos 45 años, con dos hijos. Había sido amigo de un policía que le informaba cuando había redadas, lo cual le había permitido avisar, y salvar, a mucha gente. El amigo policía había sido descubierto y se había suicidado. Después se habían presentado en la casa donde vivía el ciudadano italiano, encontrando tan sólo a su esposa, que también se había suicidado. El italiano y sus dos hijos habían salvado su vida de manera milagrosa por no estar en casa en ese momento. Al enterarse, vinieron directamente al consulado, pero sin documento argentino de identidad, de tal manera que no había forma de que pudieran salir. Tuvieron que esconderse en un convento italiano, pero el superior pidió que se fueran porque era demasiado peligroso. Al final logré resolver el asunto gracias a contactos con la Cancillería argentina, y los tres salieron para Roma. No digo su apellido porque uno de los hijos ha vuelto a la Argentina y tiene problemas con la policía del lugar en donde vive, según él, a consecuencia de lo que ocurrió en aquel entonces.

-¿Qué conocimiento tiene de la actitud del personal de las otras delegaciones diplomáticas extranjeras en el país?

-Lo que ocurría en las otras embajadas no se divulgaba, pero creo que en general hubo muy pocos casos de asilo político por parte de países europeos. Creo sin embargo que hubo asilados en la embajada mejicana, como el caso de Cámpora y el de otros.

-¿Se ha vuelto a encontrar con personas a las que usted ayudó a salir del país?

-En Roma hay varias de ellas y nos vemos de vez en cuando. Con algunos mantengo hasta el día de hoy relaciones de gran amistad.

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Calamai se comprometió en la ayuda a perseguidos por la dictadura militar.

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