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 domingo, 01 de febrero de 2004

Lecturas
"El Tilo": La potencia de las cosas mínimas

Gilda Di Crosta

"Me propuse recuperar aquel viejo yo". Este propósito, con el cual finaliza "El Tilo" a modo de justificación, parece ser el impulso conductor que encadena la serie de anécdotas y recuerdos triviales de la infancia del narrador. El libro se propone recuperar "lo viejo", el "viejo yo", no ya en el futuro del relato sino en un pasado que César Aira construye en principio como autobiográfico. Una autobiografía, podría decirse entonces, ya que algunos datos del narrador -fecha y lugar de nacimiento, profesión- coinciden con los del autor. Pero si atendemos a algunas frases enunciadas casi al comienzo de la historia -"mi vida se tiñó de ese color irreal de fábula" o "la realidad es una construcción lógica, el modelo de todas las demás"-, lo autobiográfico cobra una apariencia frágil.

La supuesta "crónica verídica" de los hechos acaecidos se transmuta en una fábula en la que la infancia no se busca como fuente, ya que no se la concibe como una época extraordinaria o única en la cual cifrar el carácter del adulto; tampoco se trata de un viaje nostálgico o un reconocimiento de lo que fue. No hay confesión, ni revelación, ni conocimiento que recoger: sólo anécdotas mínimas que recuperan la continuidad de la infancia en su insistente repetición y futilidad. Continuidad de la infancia en los relatos de los juegos (el "espejito", "el jueguito de las esquinas") y en los juegos de los relatos (las conversaciones de los chacareros "las reproducía mentalmente y hasta las enriquecía, podía hacer lo interminable de lo interminable"). Continuidad de la infancia que es, además, paradójica, ya que "los niños no tienen instrumentos de transmisión que atraviesen las generaciones".

Aira invoca las paradojas, el matrimonio de sus padres, la clase media peronista, "la vida al revés" -sentencia enunciada por su padre-, buscándoles alguna explicación sin lograrlo. Y el logro de este fracaso es dejar andar la narración tramada entre el silencio paterno y la locuacidad materna. Un relato suspendido entre esos extremos de una historia personal, análogos a los impuestos por la Historia (con mayúscula): el peronismo y la Revolución Libertadora.

Los fragmentos de recuerdos y anécdotas de una familia (el padre callado e irascible, la madre excesivamente charlatana, a pesar de que apenas sabe expresarse y el narrador como hijo), se presentan como relatos alusivos: "todo es alegoría. Una cosa significa otra". Dichas alegorías encarnan en apariencia una significación superior, cercana a la verdad, referida a la Historia argentina. Sólo en apariencia, porque no hay ninguna verdad a la que aludir. La alegoría tiene la intrascendencia, la vanidad del juego. Por ejemplo, una anécdota infantil que le relata su madre -uno de sus hermanos pretendía que una hermana sea su esclava, que no tuviera voluntad propia, usando su ingenio para que cada acción que ella hacía no fuera otra cosa que una orden dada por su hermano- le sirve de modelo al narrador para explicar lo que fue la manipulación de la sociedad que ejerció el peronismo. Juego pueril de la alegoría.

Ese microcosmos infantil no pretende producir una verdad sino tan sólo "un gran efecto": la proliferación del relato. A fuerza de hacer girar el lenguaje en el vacío, Aira desprende, de lo mínimo, la potencia de la narración.

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Ilusión. Aira ofrece una falsa confesión.

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