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 sábado, 03 de enero de 2004

Reflexiones
El zapatismo, diez años después

Carlos Malamud (*) / El Correo, Bilbao

El 1º de enero de 1994, el Ejército Zapatista de Liberación Nacional emergió de lo más profundo de la selva Lacandona con la intención de comenzar una insurrección que, de ser posible, debía completarse con la conquista de Ciudad de México. En pocos días se demostró que los cientos de indígenas mal armados y peor entrenados que seguían a un iluminado que se hacía y todavía se hace llamar subcomandante Marcos, eran incapaces de enfrentar con alguna posibilidad de triunfo al poderoso Ejército mexicano. Si bien los enfrentamientos armados rápidamente llegaron a su fin, tras un alto el fuego unilateral decretado por el Gobierno federal, las uvas se le atragantaron al entonces presidente Carlos Salinas de Gortari.

Simultáneamente con el levantamiento zapatista comenzaba a funcionar el Tratado de Libre Comercio de América del Norte, que para Carlos Salinas era la puerta de entrada de México al Primer Mundo. De repente se frustró el sueño modernizador del salinismo y la tierra prometida dejó de estar al alcance de un presidente reconvertido en Rey Midas, que a partir de entonces vio cómo sus éxitos se convirtieron en fracasos. Sin embargo, para no enterrar definitivamente su proyecto desarrollista Salinas no podía afrontar el coste político de aplastar militarmente a los insurgentes, lo que perfectamente podría haber ocurrido en el pasado. Fue entonces cuando, junto al silencio de los fusiles, asistimos al nacimiento de uno de los mitos virtuales más potentes de fines del siglo XX: Marcos, el subcomandante zapatista, el gran comunicador y el sex-symbol del ciberespacio, el referente de la antiglobalización, el azote de la partidocracia y la burocracia mexicanas.

Tras su derrota inicial, Marcos tuvo la genialidad de convertir su fracaso en victoria. Rafael Guillén, su verdadero nombre, fue capaz de transformar un tradicional movimiento guerrillero, que en buena medida compartía la doctrina del foco guevarista, en un movimiento indigenista postmoderno, en una guerrilla virtual que apostaba por aparcar las armas y por la democracia participativa, la del "mandar obedeciendo", eso sí, manteniendo rígidamente sus estructuras y sus cargos militares. De ese enmascarado de florido discurso, que teóricamente representaba a los indígenas chiapanecos, se enamoraron los viejos y nuevos revolucionarios del viejo y nuevo mundo, que de pronto descubrieron los inmanentes valores democráticos de los usos y costumbres (el conjunto de normas que rigen la vida de las comunidades indígenas), teóricamente acuñados en la prehistoria indígena pero realmente desarrollados durante el período colonial español. Desde entonces comenzaron a peregrinar a Chiapas, a un sitio llamado La Realidad, algunos intelectuales europeos, como José Saramago, Danielle Mitterrand o Manuel Vázquez Montalbán, y norteamericanos, como Oliver Stone o Noam Chomsky, que pensaron que tras la caída del muro de Berlín y del telón de acero había surgido en Chiapas la nueva utopía.

¿Qué balance se puede hacer de la insurrección zapatista diez años después de su inicio? Más allá de algunas valoraciones autocomplacientes que en estos días se pueden leer en la prensa internacional, la breve historia del zapatismo es más la crónica de un fracaso que la de un éxito. Ante la limitación de sus efectivos (reales y potenciales) y la cortedad de su apoyo social (demostrado una y otra vez, tanto en la parodia de referéndum realizado como en el famoso "zapatour" que condujo a lo más granado de la dirigencia zapatista a Ciudad de México), Marcos nos quiso hacer creer que la conquista del poder era irrelevante para ellos, que lo importante era la verdad emanada de las comunidades indígenas. Su lenguaje barroco servía más para encubrir la difícil realidad que atravesaban los indígenas que lo apoyaban, y que su ceguera y su inflexibilidad política impidieron mejorar, que para poner sobre la mesa los verdaderos problemas de su país.

Por eso vale la pena preguntarse por qué fracasó el zapatismo. Creo que lo hizo por varias razones, algunas de las cuales mencionaré a continuación. Fracasó militarmente porque después de enero de 1994 fue incapaz de tomar ninguna iniciativa armada, pese a mantener el pomposo título de Ejército Zapatista. Fracasó políticamente porque ha ido perdiendo el tímido apoyo social que había conquistado en una parte de la sociedad mexicana y porque fue incapaz de transformar sus escuálidos destacamentos en un partido político que expresara a una parte de la izquierda mexicana. El zapatismo no lo tiene nada fácil por la férrea resistencia del PRD (Partido de la Revolución Democrática) a ceder la hegemonía de esas amplias corrientes políticas e ideológicas identificadas con la izquierda. Fracasó socialmente porque su influencia en Chiapas quedó relegada a sólo 30 comunidades autónomas, la novísima fórmula marquiana para construir o acumular poder prácticamente desde la nada. Fracasó ideológicamente porque este decidido partidario de la autonomía indígena, que en realidad es un profundo nacionalista mexicano, ha sido incapaz de definir los límites de las reivindicaciones indígenas y su frontera con la nacionalidad mexicana.

Aislado en la oscuridad de la selva Lacandona, a Marcos sólo le queda la solidaridad de aquellas ONG que lo siguen apoyando pese a que su verdadero rostro ha sido develado hace tiempo. Las declaraciones de Durito, la mascota literaria de Marcos, últimamente se han vuelto más esporádicas aunque no por eso más sesudas, como ha demostrado la absurda polémica mantenida con el juez Baltasar Garzón en torno a ETA. Este punto, precisamente, demuestra la verdadera opinión de Marcos sobre la lucha armada y el terrorismo, ya que más allá de algunas regañinas tácticas y metodológicas nunca oímos de su boca una condena seria al terrorismo etarra ni una palabra de solidaridad con sus víctimas.

(*) Profesor de Historia de América en España

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