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 domingo, 28 de diciembre de 2003

Nota de tapa
Los camioneros: Hombres que andan su historia sobre la crueldad del asfalto
Recorren cientos de kilometros cada dia. Tienen fama de pesados, al tiempo que son odiados y respetados. Un trabajo duro que se afloja a base de anecdotas y algunos recuerdos

Gabriel Zuzek

A los camioneros les resulta indiferente lo que pronostique el servicio meteorológico nacional. Ellos salen a la ruta aunque los locutores anuncien fríos inadmisibles, cínicos diluvios o un calor fastidioso. Aferrados al volante y a la devoción por los santos de estampita, dejan su huella sobre las rutas argentinas llevando y trayendo carga ajena pero soportando la propia. Tristezas, alegrías, soledades, habladurías y un vasto catálogo de innumerables prejuicios sobre su vida, hacen de los camioneros una exótica fauna a la que se la mira con cierto recelo.

Saben que el oficio que eligieron está saturado de acusaciones. La injuria más frecuente que reciben es que son mujeriegos y maleducados. Además, los automovilistas los acusan de creerse amos de las calles mientras una gran mayoría piensa -lisa y llanamente- que no son más que delincuentes comunes. Conocen e intuyen la pésima fama que tiene su trabajo y cotidianamente sufren tanto la desconfianza y el maltrato de la gente como también la de los empleadores. Sin embargo, en defensa ante estos agravios, esgrimen que cuando ocurren graves accidentes o alguien necesita auxilio -no importa el vehículo- son los más solidarios y los primeros en sacar el pie del acelerador para dar una mano. También sostienen que en los trayectos solitarios -donde ni siquiera existe policía caminera- se convierten en una especie de cancerberos de la ruta.

Algunos heredaron de familia el placer de manejar estos gigantes con ruedas de aproximadamente 35 toneladas y lo exhiben con orgullo. Otros, por diferentes circunstancias de trabajo o por la falta de empleo, aprendieron a meterse en los "hogares rodantes" y comenzaron a desperdigar por los caminos sus esperanzas e ilusiones.


Haciendo de todo
La humedad del mediodía rosarino se enraíza en los huesos y hace insoportable cualquier actividad que no esté acompañada por el alivio de un aire acondicionado. A años luz de esas comodidades, Gerardo Pinto de 27 años, sube al acoplado de su camión y ayuda a los albañiles de una obra a descargar pesados materiales para la construcción. Cuando hace una pausa, ensaya inútilmente secarse el sudor de la cara y dice: "Tenés que hacer de todo porque si no no llegás. Yo tengo cinco clientes más para descargar y a la noche tengo que volver a cargar en San Nicolás. Es complicado y por eso subo a darle una mano a los muchachos, para no retrasarme".

Pinto vive en San Nicolás, tiene 27 años y desde hace siete maneja un Fiat 619 color gris. Su destino de futbolista quedó truncado por una decisión paternal. "Un día mi viejo compró camiones -recuerda- y subimos él en uno, mi hermano en otro y yo en éste. Nunca me había subido a un camión, nosotros éramos mecánicos y teníamos como una pyme. Ahora somos transportistas".

A pesar de su ancha contextura, Pinto aún conserva algunos rasgos adolescentes. En la actualidad -junto con su padre- está abocado a realizar viajes cortos mientras su hermano Marcelo es el encargado de los viajes largos. Gerardo cuenta que cuando le toca hacer viajes largos tiene como único objetivo llegar a su casa para disfrutar de la compañía de su familia y de su novia. "Lo que pasa es que siempre los viajes se hacen más largos porque todo depende del tiempo de carga y de descarga. Así que tenés que estar con el bolsito preparado y acostumbrarte a vivir arriba del camión".

Paradójicamente el viaje que más tiempo le insumió fue de San Nicolás a Buenos Aires. "Una de las primeras veces que subí al camión tenía que hacer un viaje a Capital. Contento puse primera y salí. Tenía que ir a dos clientes, uno en La Boca, cerca de la Bombonera, y otro en el Tigre. La verdad que cuando llegué ni sabía dónde estaba parado, tampoco sabía dónde quedaba Tigre. Estaba perdido. La cuestión fue que entre idas y vueltas tardé seis días de San Nicolás a Buenos Aires", rememora Pinto.

Le gusta andar junto a su hermano mayor porque de esa manera el viaje se hace más ameno. Por seguridad y por expreso pedido de su padre tiene prohibido subir a los que hacen dedo en la ruta y dice haberse enterado que varios de sus colegas tuvieron que sufrir robos a mano armada por levantar gente en la ruta.



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La mayoría heredó el placer de manejar esos gigantes camiones.

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