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 domingo, 30 de noviembre de 2003

Interiores: Los nuevos objetos del amor

Por Jorge Besso

Estos son tiempos en los que los objetos se renuevan mucho más rápido que los sujetos. Tiempo atrás sujetos y objetos se acompañaban durante mucho más tiempo, al punto de compartir un envejecimiento recíproco, mas ahora, los sujetos apenas cambian y hasta estaríamos tentados a decir que los sujetos siguen sujetados y sujetando las cosas de siempre, inundando emociones y desparramando pasiones. O bien sin desparramar nada, como los militantes de la cautela, que circulan por el mundo diciendo que ellos no son demostrativos, ya que sienten el afecto de otra manera. En realidad se trata de sujetos más afectados que afectivos.

En suma, mientras los sujetos son más o menos los mismos, los objetos se renuevan básicamente por dos razones:

a) La descartabilidad de los objetos.

b) El nacimiento de nuevos objetos.

En términos generales hay dos clases de objetos: los descartables y los perdurables. Tal vez hayan sido los envases los primeros que iniciaron la moda de la descartabilidad, moda que alivia los hogares y agobia a las ciudades que acumulan la basura descartable de las familias que pueden, que a su vez acumula a su alrededor a los humanos descartados, para quienes lo descartable deviene aprovechable.

Por otro lado están los perdurables, objetos de larga duración, muchos de los cuales forman parte de una legión muy especial, cual son todos aquellos objetos destinados a sobrevivirnos y que en nuestra existencia los miramos desde la altura narcisística del sujeto, mientras que ellos serán los que rían últimos.

Pero estos también son tiempos en que nacen nuevos objetos. Algo que ha venido sucediendo siempre en la historia de la humanidad, pero nunca como en el siglo XX que viene a mostrar muy a las claras cómo el hombre tiene más necesidades sociales que biológicas. Precisamente en los últimos años del siglo pasado se produjo el nacimiento de dos objetos muy novedosos que vinieron a transformar radicalmente el campo del mensaje, entre otros, el campo del mensaje del amor, o de los mensajes de amor, o de los mensajes en el amor: los celulares y los e-mail.

La llamada telefonía celular o móvil transformó al humano de hoy en un ser mucho más localizable. Es decir se amplió la localización mucho más que la comunicación, ya que en rigor si la gente se comunica muy poco en vivo y en directo, bastante menos lo hace por teléfono, ahora llamado fijo, ya que en la línea telefónica todo tiende a la superficialidad de los mensajes. El fenómeno se agudiza en los celulares ya que no tienen una gran acústica y son caros. Lo cierto que cuando alguien entra en el mundo celular, siendo portador de un móvil, pasa a ser un humano localizado. A teléfono abierto, se lo encuentra en cualquier parte y en cualquier momento, oportuno o inoportuno. A teléfono cerrado, se lo sospecha de evasión, ocultamiento, o bien se le otorga la posibilidad de estar muy ocupado, pero igualmente quedará en la situación de sospechado.

Esto es, que el humano con celular siempre está presente y sin la posibilidad de ausentarse, y si no contesta no es por que no está sino porque ha recurrido a uno de los tantos artilugios que poseen los dichosos artefactos, en especial el temible identificador de llamadas, magnífico recurso tecnológico que permite, mediante la aparición en pantalla del número desde el cual uno es llamado, para, en caso de identificarlo, responder o no a esa incursión del otro en uno.

Los e-mail también forman parte de los nuevos objetos que adquieren su significación especial en el campo del amor y que producen una auténtica renovación ya que son una especie de paloma mensajera electrónica, en un recorrido del emisor al receptor no exento de sorpresas, a pesar de recorrer un camino infinitamente más directo que el de la paloma natural. Nada más directo que un correo electrónico, que para nada necesita del cartero de Neruda, ni de ningún correo oficial o privado, que haya de contratar cuerpos transportadores. No obstante, la tecno no puede olvidar que se trata de humanos, razón por la cual en ese recorrido tan directo, sin intermediarios aunque haya servidores, dicho camino no está a salvo de terceros interesados, inmiscuidos, o más directamente violadores de la intimidad.

Como se sabe, los e-mail pueden, de un modo relativamente sencillo, ser abiertos por quien no debe para acceder a los tesoros ocultos, cuando en realidad el único tesoro es que esté oculto. Ahora bien, los accesos a los mensajes electrónicos están protegidos por contraseñas, es decir la clave personal para ingresar a los mensajes recibidos y a los emitidos. Sin embargo, se puede escuchar por estos días cómo los humanos, masculinos o femeninos, heteros u homos, en estado de curiosidad patológica, es decir en pleno ataque de celos morbosos, son capaces de deducir o de conseguir la contraseña del otro y de este modo meterse en los mensajes ajenos. Todo un código social entre humanos (el mandamiento social de no espiar) violado a través de la violación de un código personal. Con las sorpresas del caso, para nada agradables, ante la reveladora noticia de que no hay exclusividad en el amor.

Con toda probabilidad, la tentación de revisar carteras o bolsillos o lo que sea de los otros, es de toda la vida. Claro que ahora hay algo más, pues estos artilugios móviles y electrónicos que han ampliado notablemente la comunicación técnica entre los humanos, ofrecen al mismo tiempo una posibilidad más o menos inédita: entrar en la cabeza y en el corazón del otro. Nada peor. No sólo es indigno, más que nada es peligroso, ya que quien espía en el otro no sabe lo que encuentra en él mismo: ¿quién es ese merodeador? En cierto modo un desconocido. Uno mismo.

A pesar de las centrales de inteligencia de países, empresas y personas, el mundo no es sin secretos. Por suerte. Pues un otro sin secretos no es verdaderamente un otro. De lo contrario el planeta se poblaría no sólo de objetos descartables, sino también de sujetos descartables, como ya viene sucediendo. Resistiremos.

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