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 domingo, 09 de noviembre de 2003

Colectividades: Cuando la fiesta se transforma en caos

Sebastián Riestra / La Capital

No hay una sola ciudad. Hay muchas ciudades en una sola. Depende, claro, del día y del horario del día. No es igual Rosario media hora antes de que empiece un Central-Newell's una tarde de primavera que a las tres de la mañana bajo el frío del invierno. No es una sola ciudad. Son muchas las que se esconden dentro de una y a veces son inesperadas o impensables. Así fue la ciudad que estalló en los saqueos o el Rosariazo. Y así, sorpresiva, casi única para los que la conocen bien y la recorren de manera cotidiana fue la ciudad que apareció sin previo aviso el viernes por la noche, cuando se inauguró la Fiesta de las Colectividades.

Y es que la Fiesta ha adquirido una importancia que acaso recién después de lo que ocurrió anteayer pueda comenzar a medirse con certeza. Se ha vuelto, con los años, un fenómeno popular al que no le queda chico el adjetivo impresionante. La gente, en ese ámbito, se une sin banderas que puedan separarla. Allí no hay rivalidades futbolísticas ni políticas, allí no se discute. Y así, como dice la hermosa canción de Serrat, todos se dan la mano sin importarles la facha.

Pero anteanoche el fenómeno desbordó todos los cauces. Acaso porque se trataba del primer día, o porque el clima invitaba a salir y consumir bebidas frescas al aire libre, o porque el carisma de León Gieco es un imán de poder incontrastable, una auténtica masa humana desembocó en el Parque Nacional a la Bandera. Parecían estar, casi, todos los rosarinos. Hijos de cada barrio llegaron hasta el mismo corazón simbólico de la urbe, que se colmó de color, música y perfumes populares. Y cómo negar la belleza de esa reunión colectiva, encarnación del mejor sentido de la palabra fiesta. Sin embargo, la estructura que debía contener a la multitud demostró su pauperismo. Y cuando se produjo la desconcentración, la fiesta se transformó en caos.

Aquellos que anoche caminaron por las calles del centro se encontraron con un paisaje insólito. Cientos de personas deambulando por las veredas, esperando en las desiertas esquinas un colectivo que nunca llegaba. Mujeres con chicos en brazos, familias completas que intentaban retornar a sus casas y no hallaban modo alguno de volver. ¿Taxis? Utopía pura. La ciudad era tierra de nadie.

Las preguntas que surgen, espontáneas, son: ¿cómo nadie previó lo que podía suceder? ¿Cómo no se reforzó la presencia de agentes de policía en las calles, cómo no se aumentó la frecuencia de colectivos? La única respuesta posible es el silencio.

El silencio, claro, es una cualidad vinculada con la ausencia. Y eso es lo que pudo percibirse anteanoche en Rosario: la rotunda, absoluta, definitiva ausencia de planificación y de previsiones. Quienes tienen la responsabilidad de gobernar son, por supuesto, responsables. Por omisión, que es una forma de la inacción, que en esta Argentina suele ser -tristemente- una habitual manera de hacer las cosas.

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