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 domingo, 12 de octubre de 2003

La duda como una construcción discursiva
Poesía.La mujer vacilante.María Julia de Ruschi.Crespo.Grupo Editor Latinoamericano, 2003.

Marcelo Rizzi

De algo estamos seguros al leer "La mujer vacilante", último libro de María Julia de Ruschi Crespo: ante todo proyecto de escritura personal no necesariamente encontramos un deseo autobiográfico, en el riesgo incluso por momentos de ser llevados por un sesgo confesional. Ya que si bien el despliegue de un "continuum" (demorado a veces por la citación del lugar como un anclaje en el espacio y el tiempo) invita a participar más de cerca de esta experiencia, el mismo cumple en otra parte con su excepcionalidad y con la propia desaparición que siempre está por anunciarse. Hogar y filiación, "casa-huevo", al decir de la poeta, cuando hace percibir ese estallido, cuando todo es llevado "fuera del tiempo, fuera del ruido, fuera".

Si propone pensar los espacios interiores como premisa para la construcción imaginaria de lo exterior —lo que concluye con "lo limitado"—, ¿por qué no otorgarle a la "vacilación" su lugar de jerarquía en el orden de las acciones humanas, en ese límite de indecibilidad entre el sujeto y las cosas? No como dilación, sino como una búsqueda incluso deseable entre otras. En "La cocina", por ejemplo, se oye el leve rumor de ese asedio "que borbotea en la cacerola". La paradoja de esta escena es que remite a su propio vacío. "Dejo ascender la fábula, la fábula preciosa (...) que no está escrita, que borbotea en la cacerola", se lee.

En "El origen de la obra de arte", Heidegger recuerda que las cosas y los hombres son, a menudo, las ofrendas y los sacrificios. En "La mujer vacilante" se informa sobre aquello que ante los ojos, en la sospecha de una ilación compuesta de dos órdenes, se complementan para deshacerse: el del invisible afán de exploración por recuperar un origen pleno (retornos a la infancia, a los espacios dorados del bienestar), y el del fracaso corroborado por la presunción de que el tiempo lo ha devorado todo. "El tiempo un muro, pero peor los boquetes que se abren en él de tanto en tanto" ("Mujer encerrada en una piedra"). Desde el primer momento se sospecha que esa labor quejumbrosa y chirriante completa y hace posible el despliegue de todas las cosas. Otra vez se recuerda en el límite de la representación de la totalidad sólo el brillo de sus fragmentos, lo posible y verificable en la remoción de los escombros: "pero llega el mar y me deshace en el oleaje". ("La mujer vacilante"); "los duraznitos de nuestra señora allá arriba secados al sol ofrecen a los viajeros una bebida dorada (...) mientras la sed se tranforma en azúcar y la noche llovizna la música de la mujer que multiplica la luz" ("Los duraznitos de la Virgen").

"La mujer vacilante" vuelve a recordar que el hombre se sirve del azar para explicar el vacío que a cada instante hemos dejado, tal vez como Eugenio Montale pensaba a Giacomo Leopardi por la manera en que éste proponía hablar del arte de la sustracción trabajando el silencio como el eco de las voces que ya no están. Que incluso el dolor, si es de alguna manera "mostrable" aún como experiencia intransmisible, él mismo es con su poder de afectación "el trabajo de las palabras".

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