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 viernes, 10 de octubre de 2003

Secretos y ritos
Todo lo que usted debe saber no será televisado. Aunque el Mundial se transmite globalmente, los artesanos del deporte forjaron otro rugby y atesoraron mañas que no son codificadas

Alfredo Montenegro / La Capital

"¡Abrila por el ciego!". "No pidan palos, hay que jugar esa pelota", "Esos siempre quieren derrumbar el maul". Frases de tal dimensión se esgrimirán en estos días en colegios, oficinas, bares y reuniones. Alguna publicidad dictará que "el Mundial de rugby lo ganaremos entre todos" y, así como fuimos Ginóbilis, lungos del vóley y hasta leonas, la patria deportiva parece exigir ahora de 36 millones de pumas.

Hay que prepararse y manejar algunas herramientas. Por ejemplo, si uno de los rugbiers envía de un patadón la pelota afuera de la cancha, no grite: "A este nivel, no puede volearla así", quizás suceda que ese jugador quería ganar metros o zafar de la marca de los rivales.

Luego de que un hombre esquive a un batallón, pica solo y se la pasa un compañero que corre detrás suyo, evite comentar "¿Para qué corre tanto si después la pasa para atrás?". Una regla básica del deporte dicta que los pases deben realizarse hacia un jugador ubicado detrás del que porta la ovalada pelota.

Si desea decir que "el rugby es un deporte de caballeros", no justifique tal declaración señalando que la educación y caballerosidad se percibe con sólo ver cómo se respetan y forman ordenadas colas cada vez que hay un lateral (léase line).

Cuando un neófito pregunte por qué se amontonan a cada rato, es mejor no contestar que "al ser treinta jugadores en la cancha, la televisión requiere que jueguen encimados para poder filmarlos a todos".


Como un gajo de la pelota
Al no poder pasar la guinda (pelota) para adelante y tampoco agarrar una que fue pateada por un cómplice que estaba en el fondo, para avanzar no hay otra escapatoria que jugar en conjunto, colectiva y solidariamente. El hombre aislado, al igual que afuera de las canchas, es poca cosa cuando no arma con sus compañeros una estrategia para resistir y avanzar. Esa concepción de juego grupal permite soportar la presión del rival y ganar terreno. Lo demás: la exigentísima preparación física, el internado en el gimnasio, el pizarrón y el doble apellido, es lo de menos.

Lo fundamental es el engranaje porque son escasos los segundos que cada jugador tiene en su poder la pelota. Por ello, cuando la ovalada es celosamente defendida y vuela entre las manos de los compañeros hay más posibilidades de prosperar en el juego. De lejos parece que el desarrollo de un partido se basa en vehementes estampidas de grandotes, brutales empellones y montajes de inexpugnables piquetes formados con combos de gordos que intentan cortan el tránsito hacía el ingoal del rival. Pero, lo más atractivo está en la habilidad, fuerza anímica, destreza, coordinación del empuje, agrupamientos y los cambios de frentes que sorprenden a los más estáticos.

El tema está en zafar de los alucinados zambullidores que se dedican a tirar clavados sobre los rivales y que buscan llevarse pelota, con o sin el que la tenía. Se trata de aguantar la carga injertándose la pelota entre los brazos hasta que llegue el apoyo de los bien intencionados compañeros, muchachos solidarios que arrastrarán al portador hacia una dirección exactamente contraria a la requerida por el otro equipo. Entonces, el rugby brinda una experiencia inédita en otros deportes: la sensación de sentirse como un gajo de la pelota.


Un negocio ovalado
El amateurismo que signó al rugby durante años lo había alejado de las influencias del negocio del espectáculo. Su práctica difundida casi exclusivamente en la clase alta, no exigía que alguien pagara la Coca. Pero lo atrapante del juego desbordó los elegantes predios e incursionó en barriadas más modestas. Luego, la televisión y los sponsors vieron la convocatoria que despertaba y pensaron en sacar ventajas extra deportivas.

Entonces, algunos pocos que gozaban practicándolo, pasaron a cobrar por hacer gozar a los espectadores. El profesionalismo y las exigencias de un mercado que debe mostrar atletas superdotados, convirtió al deporte en una práctica de elite. Seguramente el 80 por ciento de quienes lo jugaron hace 20 años, hoy no podrían hacerlo en los niveles superiores porque al ser de elite, el amateur queda discriminado. Como en tantos deportes, la actitud pasó a ser aptitud y lo místico quedó en lo físico.


Magia sin cotillón
No basta con aprender las reglas, ver todos los partidos y tomar la cerveza indicada, para entender la infantil locura de esos treinta desesperados por una pelota que ni siquiera es redonda. Por ello, aunque muchos se crean conocedores -periodistas y aficionados- no pueden vivir la vieja esencia del rugby si no han vivido algunos ritos que edificaron la magia de su práctica.

El Mundial quizás sirva para ojear el verdadero hechizo del deporte y no quedarse con el cotillón del show. Por eso, es recomendable que tras tantear el reglamento y sentarse frente a la tele, haga un calentamiento previo especial.

Sucede que los artesanos del deporte modelaron esa magia y atesoraron de tal manera los secretos del oficio, que ni algunos profesionales pudieron acceder a ellos. Esas ceremonias no serán televisadas y se realizan en algunos clubes, generalmente los más humildes.

Varios son los rituales que forjan el verdadero espíritu del rugby. Por ejemplo: tomar una enorme olla con agua hirviendo y llevarla quemándose las manos para servirles algo caliente a los pibitos de la décima que corrieron y chapotearon en el barro bajo la lluvia. Al terminar de estudiar o trabajar, en lugar de ir casa o pasear, viajar en ómnibus hasta un lejano predio para correr, transpirar y -bajo una luz que no hace ni sombras- flexionar y reflexionar sobra la última derrota.

Es difícil saber qué es el rugby si no ha enfrentado un baño con agua fría porque volvió a romperse la caldera, sin viajar en un auto tres horas con otros seis compañeros, sin perseguir de cerca a una tía para que le regale los botines, sin retirarse en medio de la milonga del sábado para estar casi íntegro el domingo cuando, además, sacrifique el ir a la cancha de fútbol para ver a su otro amor.

Hay que reconocer que esta disciplina tiene cosas extrañas como eso de no especular con una lesión y respetar al árbitro. O escuchar decir al profe que "se debe jugar cada pelota como si fuera la última" y que "la guinda se debe tomar como si fuera la codiciada hermana del apertura: con delicadeza pero también con firmeza". También hay que admitir que quien lo jugó jamás podrá dejar de sentirse en una cancha y aunque pasen los años sentirá que aún vuela brutalmente hacia un ingoal.

Alfredo Montenegro

Uno que hookeaba con la cabeza

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