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 domingo, 05 de octubre de 2003

Personajes y destinos: En las tranqueras del deseo

Hoy escribe Marcelo Traficante (*)

La mañana no ofreció resistencia, la pava gritando, como pidiendo ayuda, me despertó. No me quedaron dudas, el viaje estaba por comenzar. El mate en mi mano, los últimos preparativos con la adrenalina escapándose sin pedir permiso, lo desconocido, lo esperado y la incertidumbre de la imaginación que viajaba mucho antes que yo.

Subí a mi coche, tomé el mapa, traté de dibujar en mi mente ese lugar, necesitaba una señal de seguridad, no quería equivocarme, el tiempo era escaso, dos días parecían pocos. Llegué rápidamente al puente, lo enfrenté, lo trepé. La madrugada parecía haberme esperado, bostezaba la luna conmigo, la tierra se desperezaba, el río pintado sobre el fondo no desentonaba.

El recorrido por la naturaleza, la lejanía de la civilización que se veía desde el puente como una ciudad fantasmal, hacía de los mates los más sabrosos, los más esperados. Cada kilómetro en el recorrido lo disfrutaba, descubriendo a su paso ecos de máquinas al costado del camino, riachos que se perdían en la maleza, pájaros con vuelos desorientados, animales sin dueños, puentecitos angostos, que dependían de la habilidad del conductor, del permiso del que viene para pasar.

La mañana fue creciendo poco a poco y me encontró del otro lado del puente, en Victoria. Con algunos datos en un improvisado mapa, seguí el camino, pensé en los países europeos, en la mezquindad de sus espacios, en su inacabable ingenio, y en nuestra ceguera por los siglos de los siglos. Todo está enfrente de nuestros ojos y no podemos verlo. No sabemos mirar. Recorrí unos 40 kilómetros, encontré los silos que indicaban en el mapa que faltaba poco, estaba cerca del destino. Sabía que debía girar a la derecha, pero no tenía en claro cuáles de esos dos caminos de tierra que se me pusieron enfrente era el que me llevaba al Garbón. Un viejito, con surcos de viento y tierra en su cara, caminaba por el lugar. Frené, bajé la ventanilla y sus certeras señas definieron las opciones. Tomé el camino indicado, que parecía no tener desembocadura, 14 kilómetros de tierra, de huella liviana, poco transitada, donde nadie parecía vivir. El campo, el cielo y yo. Sin celulares, sin bocinas, sin taxis.


Arribo a la campiña
La maravilla de la soledad, del silencio, del viaje hacia dentro. No me equivocaba, esos dos días parecían querer devolverme lo perdido en la metrópolis. Una tranquera prolija, de puertas con olor a bienvenida, me marcó el lugar. Entré, estacioné el coche, siguiendo las instrucciones de Ellen, la dueña del Garbón.

La estancia El Garbón es un lugar para disfrutar lo esencial, lo invisible, lo intangible, la buena comida, el descanso, la paz. La caminata por la arboleda, esa arboleda que se besa en las alturas, se funde en lo alto, excitan mis pinceles, dirigen mis manos, incitan mi imaginación, despojándome de mis vicios ciudadanos.

El mediodía me encontró en la galería, una mesa preparada con comidas caseras, de colores intensos, de manos abiertas. Era la hora del aperitivo, la improvisación quedó a un costado. Las historias que Ellen relataba eran el condimento perfecto de los salames caseros, los panes recién horneados y el vino tibio.

La campanita sonó con disimulo, anunciaba el almuerzo en la sala principal. La mesa ahondada en detalles, abría el apetito, todo estaba planeado, cada uno de los lugares en la mesa habían sido pensados estratégicamente por Ellen, la integración con el resto de los huéspedes estaba incluida dentro de los servicios de la estancia. Nada podía faltar.


Cabalgatas
Luego del almuerzo, pensé en una siesta, pero mi interés por la cabalgata, la postergó. Seis kilómetros de recorrido, cabalgando, investigando ese lugar, robando mandarinas, me devolvieron a mi infancia.

La tarde crecía, sin prisa pero sin pausas, el sol tímido de invierno, comenzaba a desprotegerme. Volví a la casa, me refugié en los sillones, con aroma a eternas bienvenidas, a leños ardiendo, a chimeneas usadas, a manos grandes. Las anécdotas de Pancho, el marido de Ellen, transformaron la tarde en noche, y la cena en un paisaje de cereales, toros campeones, historias de huéspedes de otras tierras. El tiempo parecía no obedecer los relojes, en ese campo de comidas caseras.

La cabalgata de seis kilómetros me anunció que era un buen momento para ir a descansar. Tenía noción de cada uno de mis huesos, todos y cada uno, me dolían. No dudé.

A la mañana siguiente, el olor a tostadas me despertó, también el agudo silencio al que tan poco estoy acostumbrado. Desayuné, armé mi bolso, y supe definitivamente sobre los escuetos momentos de felicidad, supe también de su intensidad y su duración. Subí al coche... el camino de regreso ya lo conocía.

Dos días, sólo dos, que transformaron el futuro en un eterno regreso a ese lugar, un ansiado retorno que quisiera la próxima vez poder compartir con mis hijos y amigos.

(*) Artista plástico

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Silencio y relax en una estancia entrerriana.

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