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 domingo, 05 de octubre de 2003

Hacia la integración
Un paseo hacia el límite donde se confunden locos y cuerdos
Una mirada al programa de desinstitucionalización del Centro Regional de Salud Mental Dr. Agudo Avila, más conocido como hospital Suipacha

Orlando Verna / La Capital

Quizás el imaginario colectivo sea su peor enemigo. Aquel que soslaya, que sumerge en la profundidad de las instituciones a quienes no tienen voz. Los sinrazón nunca tienen razón y, según algunas prácticas arraigadas en el Estado, deben ser desaparecidos física o simbólicamente. Y para ello existen los manicomios. Durante decenas de años estos hospitales fueron verdaderos depósitos de personas que, enfermas o no, sintieron cómo sus vidas se derrumbaban en una orgía de psicotrópicos y aislamiento. En contraposición a esa oscura historia, los rosarinos vieron ya hace algunos años pasear por sus calles a hombres y mujeres desarrapados pero con un particular brillo en sus ojos. El desarrollo del Programa de Desinstitucionalización en el Centro Regional de Salud Mental Dr. Agudo Avila, popularmente conocido como "el Suipacha", sobre la calle homónima frente al hospital Centenario, incorporó a los pacientes de ese nosocomio al fresco de la ciudad y les devolvió la posibilidad de volver a construir sus lazos comunitarios. El programa además tomó actualidad el viernes cuando la crónica policial asoció a dos ex pacientes del psiquiátrico con el brutal crimen de dos hermanas ancianas en Barrio Sarmiento.

Aunque las aclaraciones en este caso son válidas: el proceso de desmanicomialización no es exactamente una apertura incondicional de las puertas del Suipacha, sino la modificación de las prácticas terapéuticas. "Este proyecto pretende la recuperación de los sujetos para que dejen de ser un objeto de la institución", explica Horacio Bucci, director del hospital.

En ese contexto y desde hace tres años con la asunción de esta gestión, la política de la institución fue reclamar primero y garantizar después los derechos civiles de los pacientes. "Pretendemos que el padecimiento psíquico de una persona no sea excusa para su exclusión social", destacó Eduardo Mutazzi, doctor en Salud Mental y uno de los hacedores del proyecto que incluye una nueva asignación de los recursos, un régimen de actividades diarias donde se privilegia la expresión artística con una finalidad clínica y una serie de prácticas tendientes a "devolver" a los internados a su habitat urbano.

Si bien el trabajo en el Suipacha tiende hoy a la consolidación, la lucha por la desinstitucionalización de los pacientes psiquiátricos data de 1983 cuando la apertura democrática dejó a la vista las sangrientas consecuencias del fascismo argentino. La polémica por el uso indiscriminado de la fuerza llegó también al ámbito de la salud mental cuando se levantaron voces a favor de la "anti-psiquiatría". La lucha antimanicomial se fundó en un regreso a los cánones inscriptos en la materia allá por la década del 70, tiempo en que se pensó la atención general de los problemas mentales, abandonando el discurso hegemónico de la psiquiatría y especialmente el de la psicofarmacología. En realidad, la idea es trabajar con el concepto de centro de salud donde se trata al paciente en todos los aspectos de su conformación como sujeto, y no sólo, en este caso, mental. Un pequeño paseo por el hospital Suipacha sirve de ejemplo.


Entre colegas
Según los expertos, la población del nosocomio se divide entre pacientes crónicos (quien difícilmente consiga recuperarse) y pacientes agudos (en crisis o en proceso de recuperación). Pero además hay una clasificación, si se quiere, más importante para los internos: los de corta y los de larga institucionalización. Un estudio realizado por un equipo de trabajo constató que, en números redondos, el 50 por ciento de los pacientes tiene en el instituto más de dos años de internación. De ese porcentaje la mitad tiene entre dos y cinco años y la otra mitad más de cinco años de encierro, haya sido este interrumpido o no. El otro 50 por ciento no forma parte de la ocupación permanente de las 75 camas del hospital, divididas en dos pabellones, separando a hombres y mujeres.

Entre los integrantes de la comunidad del Suipacha está T., siempre caminando lentamente por los patios y con una bolsita de nylon entre las manos. Primero parece no entender la requisitoria y se pone a la defensiva pero la confianza se hace diálogo cuando recibe respuesta a su eterna y reiterada pregunta: ¿Usted tiene coche? El hombre acusa las marcas del tiempo surcándole el rostro, rápidamente ofrece nombre, apellido, número de documento y de pabellón, y cuenta que trabajó en un frigorífico. Describe su pesar diciendo que "estaba mal" y que por eso hace cinco años que está en el hospital. La velocidad de los autos que abarrotan calle Santa Fe lo asusta un poco pero disfruta a mares los paseos por el Patio de la Madera.

Con paso atolondrado se acerca M., transpira mucho y se rie con ternura. "Los hombres dicen muchas malas palabras, tienen a sus mujeres cagando aceite y ellos están en el fútbol. Ahí en Central Córdoba", dice mientras espera un retorno en forma de carcajada. "Referí pelado, gritan" y vuelve a reir. Aunque su supuesto vuelo se detiene inesperadamente, aclara que hace 12 años llegó al instituto y que a perdido la memoria porque "me pasaron electricidad por la cabeza". Ya supo muchas cosas y ahora será la bibliotecaria de un nuevo emprendimiento porque, jura, "me aburro y me pongo triste cuando se pelean".

C. tiene una mirada cierta que se ensombrece a fuerza de sinceridad: "Estoy acá desde los 11 años". El signo de pregunta que parece imaginar sobre la cabeza del cronista lo apura a explicar: "Tengo 56 años. Yo estoy bien, pero no tengo donde ir". C. sostiene que vivió cerca de la calle Arijón, pero que ya no tiene familia. Su saco azul eléctrico se enciende cuando cuenta que escribe, que le gusta escribir y que le regala algunos de sus escritos a su novia. Se calza un sombrero negro, pide disculpas y se dispone a trabajar. "Nunca estoy sin hacer nada -recalca-. Yo ayudo a limpiar, le ayudo a los de la cocina y a los enfermeros y a veces hasta me hago de algunas monedas". "¿Y en qué las gasta?", arremete una impúdica curiosidad. "En puchos" y hace la ve.

Esa característica se reproduce hasta el infinito. "¿Tenés un cigarro?" parece la pregunta obligada a cada uno que de los que se cruzan en el camino de los internos. Una simple manifestación de ansiedad, difícil de calmar, porque cualquier acto de desprendimiento puede rápidamente transformarse en un barril sin fondo. Tal el caso de F. que comienza todas sus conversaciones con la misma pregunta y hasta corre a los terapeutas por el patio para conseguir su tabaco salvador. Aunque parezca difícil de creer canta: "Crazy, crazy" imitando a Steven Tyler del grupo de rock Aerosmith. Está en cueros, viste un pantalón vaquero roto y un mitón negro al tiempo que emerge nuevamente su vena musical fraseando un "in my life" reiterado hasta el cansancio. F. es uno de los pacientes más involucrados en los talleres de expresión de escritura y dibujo, y según sus médicos, allí expresa mucho de lo que su enfermedad le cercena.

Apurado, casi como una locomotora sin frenos y blandiendo una inmensa panza, P. se para delante de la conversación y pide trabajo. "Yo laburaba en Villa Diego, pero no me pagaron más y me enfermé", declara. "Déle, consígame un trabajo, cualquier cosa, para sentirme mejor". Mientras habla el rosario que cuelga del cuello de P. se balancea sin cesar, ofrece su mano amiga y se queja de su cintura. Pero sale raudo hacia los pabellones porque allí avistó un grupo de personas a quienes renovarles su solicitud.

C. es muy atenta, habla mucho y se dispone a la charla con aires de estrella. "Quiero hablar con usted porque es muy importante para mí", interpela con autoridad. Es chiquita de cabellos lacios y siempre está bien arreglada. "Usted es de un medio de comunicación y yo quiero ser actriz", aduce presuntuosa y se dispara directo hacia el fotógrafo. Quiere salir en primer plano y hasta ayuda al reportero gráfico a elegir las tomas. La cámara ejerce sobre ella un placentero hechizo del cual sólo saldrá para mirarse en un espejo y preguntar cuando saldrá su foto en el diario.

Casi escondido en su silla, A. se muestra tímido aunque cuando promedia la charla las ataduras se sueltan. Tiene 21 años y llegó desde un instituto para drogadependientes en el sur de la provincia de Córdoba. Muy bien presentado, con una camisa prolijamente planchada y con un peinado achatado, el joven se describe "reloco porque tomaba pastillas con porrón". No tuvo mejor idea que escaparse de la granja donde se recuperaba y llegó a Rosario en un viaje de camión donde no faltaron negras anécdotas de intentos de agresión sexual. A. sufrió de pánico total, no podía salir de su habitación y hasta había clausurado las ventanas con frazadas. Se recuperó con buena voluntad y el apoyo de su familia, y es uno de los pacientes ambulantes, que regresa al Suipacha tres veces por semana para participar de los talleres. Se ríe de sus colegas de ocasión y dice que cuando está en su casa ayuda en las tareas domésticas. Conserva todavía algunos tics que le dejó su adicción al tiempo que agradece la atención recibida.


De aquí y de allá
Este último caso es ejemplo de uno de los principales problemas que enfrentan en el hospital y que los profesionales denominan "revolving door", es decir, un efecto de "puerta giratoria" donde los externados vuelven para ser internados en forma aleatoria. Un inconveniente que, para el Suipacha no es tan terrible, ya que entienden, "es parte del tratamiento".

Los expertos creen que es mejor que el paciente vuelva las veces que sea necesario. Así, podrá estar seguro de sus necesidades y de cómo manejarlas. Además, en el programa está previsto un seguimiento del paciente en la relación con su familia o con su contexto social. "Intentamos que el paciente no pierda sus habilidades sociales", comenta Mutazzi en referencia al conjunto de acciones tendientes a reinsertar al externado en un ámbito favorable para su recuperación.

En esa misma dirección se implementan los talleres de expresión y las actividades de recreación (ver aparte), un motivo de orgullo de la comunidad del Suipacha. Los primeros pretenden reordenar la vida social de los pacientes a través de sus propias virtudes y dones para el trabajo o el arte, mientras que las segundas atienden a la obligación moral de garantizarle al enfermo su lugar en la urbe, esto es para que no pierda el derecho "a usar la ciudad".

Lo demás es lo que todos ven desde la calle gracias al derrumbe de los tapiales que escondían a los internados del Suipacha de la vista de los otros. Jardines cuidados, paredes pintadas y un contacto directo con los pacientes, hace hoy del hospital un lugar de asistencia que lucha por romper con un segregador imaginario colectivo. Aquel que asocia a los enfermos mentales con la violencia y la soledad. Nada más lejos del hospital Suipacha, aunque parezca una locura.

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En el Suipacha se sienten nuevos vientos.

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