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 domingo, 28 de septiembre de 2003

Detrás de la obra
Enio Iommi: "El arte es un laboratorio donde me pregunto qué diablos hacer"
El escultor afirma tener una memoria de elefante para recordar su infancia en Rosario y las discusiones teóricas que lo formaron como artista

Fernando Farina / La Capital

Enio Iommi (Rosario, 1926) es uno de los más reconocidos escultores argentinos. Antiacadémico, aprendió técnicas con su padre e integró un movimiento de vanguardia en los 40 que propuso realizar un arte concreto, antiexpresionista, que no representara ni simbolizara nada. Pese a que se trataba de una combinación de formas y colores, existía la convicción de que este arte que apostaba a la invención en lugar de la creación era revolucionario. Sin embargo, con los años Iommi cuestionó esta sumisión ascética a las formas geométricas y desarrolló una obra donde combinó diversos materiales y volvió a la figuración apropiándose de objetos industriales.

En el Centro Cultural Parque de España se expone actualmente una selección antológica que recorre casi 60 años de su producción. Esta muestra le permitió al artista —quien desde chico vive en Buenos Aires— revisar su trabajo y reencontrarse con la ciudad a la que no olvida.

Si bien asegura que le gustaría volver a vivir aquí, como un latiguillo se refiere a los rosarinos como mafiosos, y lo explica diciendo que cuando tenía diez años conoció aquí a Ágata Galiffi, y asegura que "el país no cambió".

—Cuénteme qué cosas se acuerda de Rosario.

—De todo, tengo una memoria de elefante. Nací en el 26 y me fui en el 38, recuerdo muchas cosas, retengo imágenes como cuando vivía en Corrientes y Urquiza y esperábamos a las 12 de la noche que venían los autos a toda velocidad trayendo los diarios de Buenos Aires.

—Llegaba el diario La Razón.

—Sí, era un espectáculo. Y después todo el mundo a dormir. Vivía al lado de una ferretería fantástica que tiraron abajo, Chiesa. Y estaba el teatro Colón, que era una maravilla, que también demolieron. Una de esas barbaridades de la humanidad. Ahí trabajaba Dante Veratti como escenógrafo y yo iba a ver cómo pintaban los grandes escenarios en el suelo con pinceles larguísimos. Una época fantástica que recuerdo con todo amor, porque eso me formó.

—Pero la mayor formación se la debe a su papá.

—Claro, en casa había un ambiente muy especial, venían todos los grandes artistas de ese momento y había grandes comilonas.

—¿Quiénes iban?

—Por ejemplo el padre de Lucio Fontana. Diría que era toda una generación de grandes artesanos y al mismo tiempo grandes artistas. Se quedaban hasta las 3 o 4 de la mañana chupando, divirtiéndose, hablando de política o de arte y yo...

—Quiso ser artista...

—No quería; me hicieron artista.

—¿Quién?

—La familia, por eso siempre la familia tiene algo de mafia.

—¿Su papá le enseñó el oficio?

—Sí, y me gustó. Además tuvo acá una academia de arte donde enseñaba modelado y dibujo con Dante Veratti. Era una familia muy especial, mi tío era un gran músico y fue el primer violinista en el teatro Colón, pero murió muy joven. Pero muchas de estas cosas no se saben. Los otros días me hice llevar a Deán Funes y San Martín, donde estaba la fábrica de mi familia, ya no queda nada, pero a la persona que me llevó le dije que sería bueno que viera la vieja estación de donde salía el tren que iba al norte, donde ahora está Gendarmería. Es de una arquitectura fantástica y espero que nunca la tiren abajo. Me acuerdo de todo, como por ejemplo de la farmacia donde me mandaron a comprar un remedio cuando a mi abuelo le dio un ataque. Ya no está. Para mí los recuerdos son como un alimento, vivo con los recuerdos para seguir hacia adelante.

—Le escuché decir que en ese momento Rosario estaba mejor que ahora.

—Sí, pero económicamente. En realidad toda la república está en una crisis feroz. Pero a Rosario la veo fantástica, tanto que me dan ganas de venir de nuevo a vivir aquí, sobre todo si la comparo con Buenos Aires. Es tan pedante la Capital. A la ciudad la veo más asentada, con mayor profundidad de pensamiento y con una juventud maravillosa.


El largo adiós
—¿Cuando se fueron en el 38 fue por falta de trabajo?

—Sí, mi papá era escultor, un italiano que había estudiado en Milán en la Academia de Brera. Cuando vino con su hermano a la Argentina tenía unos 18 años. Le dijeron al padre que se iban de Italia, que querían ir a París, porque lógicamente en esa época se pensaba en esa ciudad como la de los artistas, y él les permitió que se fueran pero a Argentina porque tenían parientes. Yo no sé si los mató o no. Vinieron acá, trabajaron, mi padre se casó en Buenos Aires y al día siguiente se vino a Rosario, porque Dante Veratti le había presentado a mi madre. Y empezaron a construir el taller en Deán Funes y San Martín de esculturas y ornamentos, donde viví muchas cosas. Ahí me formé, porque no tuve una familia de represores sino al contrario, tenían una gran amplitud y le abrían las puertas a la gente.

—¿Cuando se mudaron a Buenos Aires su papá siguió trabajando de lo mismo?

—Tomó un trabajo del Banco de la Provincia de Buenos Aires, pero manteniendo acá la fábrica y la familia poco a poco se fue trasladando para allá. También tomó el trabajo de hacer toda la broncería del Banco de la Nación, hasta que después levantó otro taller allá.

—¿En qué momento empezó a trabajar en el taller?

—De chico, junto con mi hermano, siempre al lado de mi padre, él nos enseñó el oficio, no sólo el oficio sino saber vivir.

—¿Y cuándo se rebelaron y dijeron "queremos ser artistas"?

—Había peleas artísticas porque él era un escultor clásico, pero después nosotros salimos por otro lado y nos respetó mucho por lo que estábamos haciendo. El hubiera querido que fuéramos otra clase de artistas, pero comprendió que la situación cultural había cambiado y que teníamos otras ideas.


Arte y política
—¿Cómo se gestó el grupo de arte concreto en los 40?

—Maldonado, Hlito y mi hermano Girola iban a la escuela de Bellas Artes, y cuando decidí entrar me pararon. Hicieron una pequeña revolución; hay un manifiesto muy bueno que firmaron ellos tres y Brito, un pintor que después desapareció. En ese tiempo nos reuníamos, charlábamos. Alquilábamos una habitación para trabajar, y lógicamente no podíamos pagar el alquiler así que venía mi padre y nos salvaba la situación. Fue un momento muy lindo.

—¿Hablaban de política también?

—Estábamos afiliados al partido comunista.

—¿Todos?

—Sí. Después nos echaron.

—Con razón.

—Sí, porque un artista siempre es idealista. Creíamos que éramos grandes revolucionarios, referentes del comunismo, pero nos dimos cuenta que ellos eran más burgueses que los burgueses.

—A quién se le ocurrió que esas obras que no representaban nada iban a contribuir a la revolución social. Visto a la distancia parece absurdo.

—Es absurdo. No tiene sentido que se haya producido ese arte concreto en Argentina. Un arte tan suizo... Pero creo que hay una relación por la guerra. Tomamos algo que Europa dejó y el fenómeno cultural argentino es que está toma inmediatamente inmediatamente lo que está pasando en Europa y a los cinco minutos se hace acá.

—¿El arte concreto tomó lo que Europa dejaba?

—Sí, por eso hace unos diez años vino un coleccionista europeo y compró todo el arte concreto y madí, porque consideraba que era la continuidad de lo que se produjo allá.

—¿Y ustedes estaban lo suficiente informados?

—Sí, con lo poco que llegaba en aquel momento. Hay que situarse en 1946. Había una librería que se llamaba La Esquina del Arquitecto, donde traían todo de arte de avanzada, y así lentamente fuimos trabajando. Al principio no estaba Maldonado todavía, nos conocíamos, pero después empezamos a hablar y nos dimos cuenta que estábamos haciendo lo mismo y ahí empezó un gran desarrollo. Fue algo fantástico porque estábamos muy relacionados con los surrealistas, con Pichón Riviére. Ahora uno dice: los concretos y los surrealistas, ¿qué tienen que ver? Pero hay que ubicarse en esos años, la gente era muy reaccionaria y muchos artistas no aceptaban el arte moderno y nos tuvimos que juntar para formar un bloque y luchar juntos. No teníamos nada que ver pero sentíamos que si no nos juntábamos íbamos a ser desplazados.

—Pero tenían coincidencias políticas.

—Sí, claro.

—¿Con Lucio Fontana tuvieron alguna relación?

—Como amigos, pero el grupo no tuvo nada que ver. Además Fontana ya se iba para Europa. Era un tipo fenomenal. Las consecuencias también las pagó, porque estaba en la escuela de bellas artes y era criticado. Consideraban que lo que hacía no era escultura; entonces, como buen tano, se enojó y se fue del país... Una cosa más: el primer maestro que tuvo Fontana fue mi padre, cuando tenía 14 años, porque el padre de Lucio era marmolero y él no quería ser escultor. Y como el padre de él era íntimo del mío lo llevó a la academia y ahí empezó la primera enseñanza escultórica, con mi padre que se llamaba Santiago Girola. Recuerdo que el primer trabajo que le mandó a hacer mi padre fue sacarle una mascarilla a un muerto, porque en aquel momento se usaba mucho hacerlo.

—Y no quiso saber más nada con usted ni con su padre...

—No, todo eso lo tomábamos con humor. No era decir "tengo que sacar la mascarilla", con preocupación, sino que había un humor de oficio, de pensamiento; todo era muy divertido. Eso a mí me queda, por eso de vez en cuando en Buenos Aires paso por Chacarita, donde está el último taller artesanal de marmoleros, y me quedo a charlar con ellos porque es gente divertida no es pretenciosa como los artistas. Y uno aprende más.

—¿Ustedes eran pretenciosos en los 40?

—No. Diría que éramos un grupo muy cerrado que no hacíamos intervenir a otras personas. Pero con una idea, la de seguir trabajando y luchar contra toda esa gente reaccionaria que había.

—Pero tenían la expectativa de que el arte que hacían fuera popular.

—Sí, era la ilusión nuestra. Ahora creo que ningún arte contemporáneo es popular.

—¿Y algún arte lo es?

—Habría que preguntarse si es popular una obra de Miguel Angel. Son pensamientos, ideas artísticas y si lo acepta la sociedad o no es otro problema.

—Hace años que cuestionó el arte concreto y comenzó a hacer obras muy distintas, ¿por qué?

—Porque no cambié. Creo en el arte y entonces fui investigando otras cosas. Imagínese si sólo me hubiera quedado en el arte concreto, me hubiera cerrado en mí mismo. Hay otras posibilidades, otras ideas, otro placer, otras emociones, y además en la medida en que uno va viviendo se va ubicando en las situaciones que me está dando la cultura. No soy cerrado.

—¿Para usted Raúl Lozza, por ejemplo, es cerrado?

—A él le gusta estar cerrado y yo abrí la puerta.

—¿Piensa que la producción de Lozza no es contemporánea?

—Yo respeto un cuadro de Mondrian porque él abrió un camino. No es el caso de Lozza que se la pasó toda la vida haciendo lo mismo, diría que es el aburrimiento total.

—Y en el arte hay que divertirse...

—Pero no en el sentido de ser cómico. Lo tomo con humor, hay un placer del hacer, ironizar, incluso reírme de mi obra. Muchas veces me he preguntado ¿esto es escultura? ¡Qué va a ser escultura, esto no es nada!

—Y encima usa cada vez peores materiales.

—No, uso materiales de la industria. Así como en el 45 estaba el aluminio, hoy utilizo material plástico. No cambié, es la vida la que va cambiando.

—¿Ideológicamente tampoco? ¿Mantiene su compromiso social?

—Mi compromiso con el arte es total.


Un desafío cotidiano
—¿Considera que los críticos y los historiadores lo han cristalizado como un artista del movimiento concreto de los 40?

—Si me pusieron en ese peldaño me parece que está bien pero no creo en los reinados sino en la continuidad del arte, por eso mi cambio, siempre estoy investigando. Para mí el arte es como un laboratorio, me meto en el taller y me pregunto qué diablos hacer: ¿trazo una línea o me comprometo más? Y prefiero comprometerme más y más cada día. Necesito cambiar al contrario de lo que hace Lozza, que hace siempre lo mismo. Son distintas maneras de pensar en el arte. Por ahí el equivocado soy yo, no sé. Por ahí la historia nos barre a los dos.

—Ahora está muy de moda el rescate del movimiento concreto de los 40.

—Sí, este año. El próximo ya no, las cosas pasan. Creo que es bueno revisar lo que ha pasado pero no es mi obligación sino de curadores, críticos de arte, directores de museo...

—¿Le parece que se hace poco?

—Sí, muy poco. La Fundación Proa de Buenos Aires tuvo la gran oportunidad este año cuando hizo una exposición sobre esa etapa, pero no la aprovecharon. Terminé yo proponiendo que al menos hagan una mesa redonda con los que quedamos vivos de aquella época. A una escultura o a una pintura las vemos pero no hablan y si estamos en vida todavía algo podemos decir y aportar algo para la nueva generación, No quiero que hagan lo que yo hice, quiero que digan lo que decíamos nosotros en aquel momento, que éramos los últimos mohicanos. Pero para decir eso tienen que hacer algún aporte.

—Y no ser académicos.

—No, jamás.



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Iommi se hizo artista por mandato de su familia.

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