Año CXXXVI Nº 49971
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 domingo, 21 de septiembre de 2003

Charlas en el Café del Bajo

-Erase una vez un hombre que a cierta altura de su vida comprendió que había perdido mucho, pero mucho tiempo en cosas efímeras, insustanciales. Buena parte de la primavera de su vida, cuando las flores que a uno lo rodean exhalan el aroma más hermoso y se visten de colores especiales, la había pasado perdido entre la maleza de la indiferencia, sumergido en las aguas de la vida mundana. Pero como aquel hombre era un ser esencialmente bueno, Dios, no queriendo que se perdiera para siempre, un buen día lo sacudió enfrentándolo con la imagen de la propia muerte. Así, El Eterno le hizo mirar hacia otros horizontes, descubriendo nuestro amigo que además del mundo material y cotidiano que tanto le distraía había otro mundo, espiritual, lleno de seres hermosos que lo amaban. En el centro de ese otro mundo el vio a cuatro seres bellísimos que le sonreían y lo aguardaban. Lo habían estado esperando, con paciencia y amor, durante mucho tiempo. Era su familia.

-Se viene toda una historia de vida, ya lo veo. ¿Es una historia real?

-Muy real, y nos toca de cerca. Pero sigo: claro, nuestro buen amigo advirtió el error que había cometido, todo lo que se había perdido. En medio de la angustia que pasaba por determinadas circunstancias, sintió entonces que la existencia del hombre debería tener un sentido más sublime, mucho más alto que el que hasta allí él había conocido. Así que noche tras noche empezó a orar y a pedirle a Dios una manifestación, una certeza de ese sentido sublime. Pasó el tiempo y el hombre no recibía absolutamente nada (recibía, claro está, pero acostumbrado a observar sólo cosas materiales con ojos materiales, no sabía ver a través de su espíritu). Nuestro amigo se decepcionó un poco hasta que un día Dios, compadecido por la necesidad del hombre y decidido a fortalecer su fe, intervino nuevamente en su vida.

-¿De qué manera?

-Una mañana, nuestro amigo se despertó y encontró sobre su cama una carta escrita por su hija adornada con flores y corazones. Y en la carta un cuentito que decía: "Había una vez un hombre que quería ser amigo de Jesús. Entonces lo siguió al Mesías hasta el bosque, andando por lugares peligrosos. Una vez en el bosque le dijo: «Jesús, quiero ser tu amigo». A lo que el Maestro respondió: «Si quieres ser mi amigo deberás llevar una cruz». El hombre, dispuesto a todo con tal de lograr su amistad, aceptó. Jesús le preparó una cruz muy alta y cortada con un hacha, por lo que la cruz tenía muchas astillas y de gran tamaño. Por fin el hombre cargó la cruz y comenzó a andar. Antes de salir del bosque una voz perversa le dijo: «Toma este hacha, te puede servir en tu camino para alivianar el peso». El peregrino al poco tiempo sintió cansancio pues no sólo llevaba la cruz, sino también el hacha. Fue entonces que con el hacha achicó la cruz hasta dejarla tan pequeña como una medalla. Al salir del bosque y al fin del camino el hombre, tal como lo deseaba, se volvió a encontrar con Jesús quien desde lo alto le dijo: «Entra a mi casa», pero el hombre respondió: «Pero Jesús ¿cómo quieres que haga? La puerta está muy alta». Y el Mesías le dijo: «¿Acaso no te di yo una cruz bien alta con astillas que podías usar de escalones?»"

-Un cuento para reflexionar.

-Las palabras finales de la carta de aquella hija decían: "Mi interpretación del cuentito es que todos tenemos una cruz con la que cargamos y que aunque sea difícil debemos aprender a llevarla con alegría, ya que esta cruz nos permitirá llegar más fácil al reino de la paz. Felices los que sufren porque ellos llegarán con más facilidad al Reino de los Cielos".

-¿Sabe cómo reaccionó entonces ese hombre a quien debemos conocer, por lo que usted dice?

-Sí que lo sé. Jamás dudó de que aquella carta y lo que ella contenía eran la manifestación que tanto había solicitado. Aprendió entonces que Dios se presenta en las vidas de los seres humanos a través de los pequeños pero trascendentes milagros que se producen cada día y que, con frecuencia, no advertimos porque los tapan las cosas del mundo. Y desde luego, que nadie está solo en el dolor, porque éste es inherente a todos los seres. Pero en el mismo dolor, hay una cruz con astillas que nos permite ascender al refugio de Dios. Hasta mañana.

Candi II

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