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 domingo, 14 de septiembre de 2003

Poesía
"Late": Pequeñas verguenzas de clase media

Beatriz Vignoli

En su segundo libro de poemas, "Late", la reconocida novelista, cuentista, ensayista y dramaturga Patricia Suárez (Rosario, 1968) despliega —desde la ambigüedad idiomática del título un nomadismo que parece literal y resulta literario.

Lo que inmediatamente luego de un primer pantallazo tienta a que se lo catalogue en el subgénero "libros de poemas de viajes", revela en una segunda lectura un desajuste. La primera parte del libro narra en verso y en primera persona una vaga luna de miel a Cuba en procura de las huellas de un tal Lezama. Es una serie de poemas cuidados, precisos, presuntamente autobiográficos, que parecen encajar sin fisura en aquel famoso estilo de temperado tono grave y tema deliberadamente menor: el de la poesía realista argentina joven de los años ochenta. Pues bien, tal estilo, al que el crítico y poeta Emiliano Bustos calificaba de "yerma pensión" señalándole una "autoridad para alejarse, afectivamente, de lo que se ve" da una (con perdón de la palabra) flor tardía en estos versos donde Suárez, a quien suponemos en La Habana, logra eludir el mar: "los sostenes de la mujer de la 415 colgaban;/ de otra manera hubiéramos visto el mar".

Algo molesta en estos poemas de Patricia Suárez. Serían perfectamente verosímiles, de no ser por una recalcitrante corrección sentimental. Parecen llevar al extremo una afasia afectiva que en el estilo susodicho acaso se hallaba latente. El amor es primero patologizado, parodiado, malversado en hipocondrías: "un síntoma de soledad", "mal de pecho". Se conjura y metaforiza luego la emoción según cierta prestigiosa fórmula olfativa ("-decía creo que Proust/ que cuando un olor vuelve/ vuelve todo-"), pero el recuerdo del perfume en la lana roja de la polera dura apenas una página; y sobre el final de la primera parte el yo lírico se autoacusa de "idólatra" en versos por lo demás magníficos al amante dormido: "... Este era el cuerpo que él/ recibió, pensé/ idólatra, con el que él tenía que/ vivir, resistir, aguantar el clima,/ desear, alegrarse.".

En una entrevista telefónica express con la autora, quien vive en Buenos Aires, nos enteramos de que ella se ahorró el pasaje a Cuba; en cambio, leyó unas cuantas novelas de Graham Greene. Y el malestar se explica: el yo lírico había estado trabajando con un temperamento prestado. Lo demás es Suárez: muestra el mundo en presente, diseccionando con exquisita delicadeza detalles banales tales como el precio y la antigüedad de la ropa que llevan puesta o se quitan los personajes, sus dificultades para adquirirla, sus malos modales de mesa casi imperceptibles, y toda esa microscopía de pequeñas vergüenzas de clase media que ya relucía en sus cuentos y en sus novelas como joyas hechas con basura.

Luego de un intermezzo de más ficciones en verso de inspiración novelesca, epistolares en su mayoría, el libro concluye con más poemas de viajes, ambientados en América del Norte, pero estos sí tomados "del natural". En el último verso del formidable poema final, un toponímico (¿único nombre propio pronunciable?) cae sobre el mundo como cemento: "—aquel cielo terrible— de Portland". Y si todos le debíamos un buen poema a Karen Ann Quinlan —la bella durmiente unplugged de los años 70— Patricia Suárez le escribe cinco. Rescata así, además de cierto mito urbano, otro estilo: esa casi apócrifa mezcla de neovanguardia norteamericana traducida al castellano y plegaria entre tierna y furiosa de los “Poemas de Sidney West" de Juan Gelman.

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