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 domingo, 14 de septiembre de 2003

Lecturas. Una novela que recrea las convenciones del relato policial
"Trampa para ángeles de barro": género con tela para cortar

Julieta Yelin

En un artículo muy citado de la década del cuarenta, el crítico literario Edmund Wilson se hacía una pregunta aparentemente ingenua y profundamente malintencionada: ¿por qué la gente lee novelas policiales? Pero no se preguntaba simplemente por qué (lo cual hubiera constituido una verdadera pregunta, legítima a la luz de la impresionante proliferación del género durante la década del treinta, especialmente en Estados Unidos) sino, y solapadamente tras la candidez del interrogante inicial, ¿cómo una literatura tan mala puede gustarle a tanta gente?

Como lector especializado y exponiendo una alta cuota de "poder" en relación a la valoración del objeto literario, Wilson busca una explicación para las inclinaciones del gusto popular. Analizando varias obras representantes del género (entre ellas, textos de Rex Stout, Agatha Christie y Dashiell Hammett) el crítico argumenta su carencia absoluta de valores estéticos: la pobreza a nivel de los argumentos, la reiteración de las tramas y las fórmulas narrativas, la poca profundidad de los personajes, el carácter inverosímil o poco imaginativo de gran parte de las resoluciones finales. Para Wilson, el género policial murió a poco de haber nacido hacia finales del siglo XIX, con los maravillosos relatos de Conan Doyle, Dickens y Poe. Lo que siguió le parece simplemente un fenómeno de mercado, y la explicación del mismo, no pudiendo ser estética, es necesariamente moral: habría en la sociedad (pensemos en el contexto de la segunda guerra mundial) un sentimiento de culpa que podría ser expiado por medio de las narraciones policiales, en las cuales el misterio del crimen siempre se resuelve y los criminales son indefectiblemente desenmascarados y ajusticiados. Esta explicación moral conforma al crítico y de algún modo neutraliza la clásica perturbación que en los lectores profesionales provoca el efecto placentero de la literatura "menor". Porque ¿qué puede haber de extraordinario en una escritura que no hace más que repetir una fórmula?

Al igual que Wilson, a quien evidentemente no le gustaban las novelas policiales (o le gustaban demasiado, ¿quién sabe?), hay una larga lista de críticos que han convenido en considerarlas como un género escrito por encargo y en serie (como los asesinatos), más digno de la estantería de un kiosco de revistas que de un lugar en la sagrada institución literaria. Pero, aunque les pese a los lectores calificados, es imposible negar que en el mundo entero se siguen escribiendo y leyendo innumerables novelas policiales, en las que se cometen incontables crímenes, unos muy parecidos a otros, incansablemente investigados por hombres duros convencidos de que la ley y la justicia son cosas bien diferentes.

Una de entre todas esas es "Trampa para ángeles de barro", novela del escritor y cronista de policiales uruguayo Renzo Rossello. En principio allí no hay nada nuevo: un delincuente prófugo, una serie ordenada de crímenes, una institución policial corrupta, un policía que decide actuar al margen de las órdenes de sus superiores, un final violento. El mundo del delito y el de la ley aparecen como dos esferas igualmente sórdidas: es el código estricto del policial negro.

Pero es necesario realizar dos advertencias: la primera, que esa adecuación a la norma no quita interés a la trama, ya que hay un buen manejo del suspenso y un resguardo de la imprevisibilidad de los acontecimientos. La segunda, que Rosello escribe el delito no sólo a partir de la anécdota narrativa sino, y fundamentalmente, en la construcción de un lenguaje violento, logrado a partir del léxico y de una sintaxis rígida y entrecortada que recorre todo el relato, tanto la despojada voz narradora como el habla de los personajes. Viñas, el Navaja, Riverita, el Bujía, todos hablan sin matices, con una brevedad y velocidad acordes a la temporalidad del relato, signada por el ritmo de la persecución.

El mundo de los personajes, no sólo el delictivo, sino también el amoroso, el familiar, el laboral, está definido y regido por las leyes de ese lenguaje que no da lugar a ninguna alternativa de cambio. El destino, esa eterna trampa para culpables e inocentes, no pertenece al orden fáctico sino al lingüístico, es decir, al más ineluctable de los determinismos.

Ese trabajo de precisión sobre el lenguaje es el que permite leer la novela y no, tal como entiende Wilson la recepción del género, permanecer páginas y páginas a la espera de un desenlace más o menos sorprendente. "Trampas para ángeles de barro" desafía todo prejuicio sobre la imposibilidad de hallar algo excepcional en la más repetida de las convenciones.

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