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 domingo, 07 de septiembre de 2003

Variaciones en negro
Un silencio peligroso

Hernán Lascano / La Capital

Hace 23 días un chico de 19 años llamado Víctor Hugo Contreras entró con otros dos ladrones a robar en un negocio de pastas de Pueyrredón y Gutiérrez. Instantes después salió corriendo del comercio con tan mala suerte que un policía que vive en la cuadra, al llegar de trabajar, se topó con él y le pegó un tiro. Hastiados de la inseguridad barrial, los vecinos celebraron con aplausos la puntería del tirador. Con la misma sincera exaltación contaron que cuando recibió la bala en la nuca que lo mataría, el chorito huía llevando una balanza con las dos manos.

"Yo primero tiro, después pregunto", dijo un policía del contingente llegado al lugar, delante de una redactora de este diario, en un entorno que aprobaba su discurso. Hace diez días esa fórmula volvió a ponerse en práctica en Castellanos al 5300. Un agente del Comando creyó ubicar a un ladrón y le disparó por la espalda a unos tres metros. Sólo que el ladrón no era ladrón, ni estaba armado, ni jamás tuvo conflictos con sus vecinos ni con la policía.

Se llamaba Diego Fernández, tenía 15 años y murió escupiendo sangre. La vicedirectora de la escuela Vicente Echeverría, a la que iba Diego, lo definió así. "Era un chico sin conductas violentas. Parecía mayor y tenía una actitud frente a la vida de una persona adulta. Su intención no era estudiar sino acompañar a la mamá en el trabajo".

La incertidumbre y la inseguridad social, profundos detonantes de las preocupaciones y los miedos individuales, llevan con rapidez a identificar la eliminación del sospechoso con la forma de erradicar la angustia causada por la misma inseguridad. Ello explica que un barrio quebrantado por el miedo festeje, sea como sea, la muerte de un ladrón. Aún cuando ese ladrón no hubiera podido disparar porque las manos para empuñar un arma sostenían una balanza.

El festejo legitima el "primero tiro, después pregunto". Lo trágico es que los mismos que desahogan su entendible angustia en el festejo nunca se ubican en la angustia de Gloria Vergara, la mamá de Diego Fernández, muerto en la puerta de su casa por el fiel acatamiento a esa consigna. Tampoco en la de familiares de cientos de personas a las que una "confusión" -versión corregida del "primero tiro, después pregunto"- las llevó a la tumba. Como le pasó a Lucho Flores, de 26 años, muerto por otro agente del Comando que buscaba a los ladrones de una pizzería en barrio Ludueña. A 77 días, no hay un solo indicio de que Lucho, que era empleado de Repsol-YPF, haya tenido que ver con ese robo.

La rítmica reiteración de casos de gatillo fácil y la muerte de personas ajenas a hechos delictivos choca con un silencio no menos increíble del gobierno de la provincia. Ante esta secuencia de brutalidad, el Ministerio de Gobierno, conducido por Carlos Carranza, no dijo ni antes ni ahora: "No aceptaremos que se ponga en riesgo la vida de terceros para frenar un delito". O "seremos inflexibles con los policías que utilicen violencia desmedida". En un contexto donde el Estado a través de su policía es responsable de muertes absurdas y evitables, la ausencia de ese mensaje es un claro mensaje. Que invita a la repetición de lo mismo.

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