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 domingo, 17 de agosto de 2003

Interiores: La enfermedad del ser

Jorge Besso

Hace 2.500 años Hipócrates vivió en un momento excepcional de la historia. El padre de la medicina fue un personaje en un siglo de personajes (siglo V a. C.), en el siglo de oro de Pericles, con toda probabilidad el momento más deslumbrante de la humanidad, y donde Sófocles, Eurípides, Aristófanes y Sócrates fueron sus contemporáneos, incluyendo a Platón, además de otras celebridades. En tiempos nada mediáticos, ya que como se sabe, todavía faltaba bastante para que naciera la Legrand y que para Julián Weich desparramara su polvo blanco sobre un mundo negro.

Ya en esos tiempos Hipócrates pensaba a la armonía como una condición de la salud, tanto física, como mental. Se iniciaba toda una tradición humana que piensa a la salud como una "crasis": el tan mentado y ansiado equilibrio. Con lo que la enfermedad comenzaba a representar lo contrario, esto es, el desequilibrio, lo que para los griegos era la "discrasis".

En términos generales esta desarmonía era producto de un trastrocamiento, más que nada un exceso en la composición de los humores hipocráticos: la sangre, la flema y las dos bilis, la amarilla y la negra. Lo excesivo era mal visto para estos griegos que practicaban la mesura y que por lo tanto veían en el exceso un camino a la enfermedad como, por caso, un aumento de la bilis negra era responsable de un temperamento agrio o una onda melancólica. Lo importante es que este desequilibrio reconocía dos tipos de causas: externas e internas.

Las externas, entre otras, se referían a los cambios bruscos de clima (lo que 2.500 años después merece los mismos comentarios en los ascensores, en los colectivos, o en las calles) que los que hacían los griegos en el ágora, cuando probablemente Hipócrates, le recomendaba a Platón que estuviera atento a los repentinos cambios climáticos.

Las causas internas se referían a los mencionados excesos de los humores, a las excesivas preocupaciones o a la fatiga. Cientos de años después Ph. Pinel andaba por los hospitales de París justo cuando en las calles y en las asambleas ocurría la Revolución Francesa. En ese clima Pinel le quitó las cadenas a los locos, aunque no a la locura, respecto de la cual el francés creía que podría desencadenarla una "pasión intensa y fuertemente contrariada o prolongada".

En suma, se podía perder el equilibrio y la salud por dos causas plenamente vigentes: estrés y amor.

Quizás el estrés es menos nuevo de lo que pensamos y de cuando en cuando circulaba algún estresado en el ágora ateniense, con o sin ágorafobia. En cuanto al amor, y su variante clásica el desamor, se sabe desde siempre que puede desencadenar la locura en la que se regodean los amantes, o bien, cuando el amor arrastra al sujeto en la tormenta, de forma tal que a lo único que se puede aferrar es a la tristeza, pero a veces encadenado a la bilis negra de la melancolía.

Nada como el estrés y el amor para ver, tanto al cuerpo como al alma desbordados, en su sufrimiento, o en su felicidad, donde los límites se pasan a cada rato, y donde los excesos son padecidos o celebrados. Desde hace un tiempo escucho que los estresados contemporáneos utilizan una frase muy particular en sus saludos cargados de lamentos: ¿Cómo estás? Y entonces salta la respuesta dramática: "Atajando penales".

La situación del penal es una metáfora especialmente apta para analizar y representar el estrés. El penal es un castigo para el equipo infractor y un premio para el equipo perjudicado por la infracción. El arquero es objeto del castigo y el pateador del penal es el sujeto encargado de la realización del premio. Ahora bien, el que patea el penal es el que carga la mayor responsabilidad en la pareja sobre la que reposan los miles de ojos de la cancha, y los más de miles de la TV. Por lo tanto el que sufre más la presión estresante es el ejecutor, a quien todos le demandan que haga el gol. El arquero, si bien lo más probable es que tenga que ir a buscar la pelota a la red, tiene de todas maneras, una menor responsabilidad. El que patea depende más de su habilidad que del azar. El que ataja depende más del azar que de su habilidad.

Quien vive atajando penales vive todo el tiempo sancionado, con la sensación y con la certeza de tener que ir a la red cada tanto, o a cada a rato, por lo que las circunstancias siempre le van por delante y sin poder alcanzarlas. Lo que puede ocurrirle en el terreno del amor, o del trabajo cuando lo hay. Es que muchas veces el humano vive estresado, o por amor o por trabajo, de día y de noche, sin descanso, siempre a merced del otro, sin otro alivio que la queja y bastante más cerca de la enfermedad que de las soluciones. Sin dejar de lado las múltiples diferencias y las muy variadas circunstancias y dejando para otra ocasión las locuras más extremas, hay básicamente, dos grandes enfermedades del ser:

La enfermedad de no poder ser.

La enfermedad de ser.


En el primer caso el sujeto va por la vida soñando y añorando con que alguna vez pueda ser "él mismo", clamando por dentro y por fuera: "tengo que ser yo mismo". Son todos los casos en que, si bien no se está solo, se está mal acompañado. En el segundo caso, la "enfermedad de ser" hace que se la pase llevándose por delante al otro, con lo que siempre está solo, aunque esté acompañado, y sin poder verdaderamente, contarle a nadie su triunfo o su fracaso.
No desesperar, calibrar qué lugar tiene o debe tener el otro, es una de las grandes tareas de la existencia que cada cual tiene que resolver. Eso sí, tratando de no consumir la vida en el intento.

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