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 domingo, 17 de agosto de 2003

El cazador oculto: Una promesa de acción frustrada

Ricardo Luque / Escenario

La noche fría invitaba a apurar un trago de vino tinto en una milonga y a dibujar firuletes en el suelo al compás de un tango. Pero para hacerlo había que tener habilidad y, sobre todo, buena disposición. Porque de qué vale gastar la entrada a un concierto de Rodolfo Mederos si después, a la hora de la verdad, uno sale corriendo a meterse en la cama, al abrigo de una montaña de frazadas, porque al día siguiente tiene que levantarse temprano. Para un madrugador compulsivo, como Nacho Suriani, la excusa puede funcionar. Es un hombre maduro, que vivió más trasnoches agitadas de las que cualquier otro mortal podría soñar. Para él los brillos de las pistas de baile ya no son una tentación. Lo mismo pasa con Alberto Lotuff, quien, con una historia más sosegada, se debe a su familia, más por estos días que su esposa, la encantadora Fabiola, está encinta. Pero para un muchachito intrépido y valeroso como Luis Novaresio la cosa es diferente. Uno espera una actitud más arriesgada de un luchador mediático como él. Esperar a que se apague la luz para poner los pies en polvorosa, en una velada de gala que prometía acción, como la organizada por LT8 para festejar su cumpleaños, no es de valientes. Ni de jóvenes, aunque más no sea de espíritu. Y ahí estuvo Abelito, el hijo pródigo del gran Nacho, para probarlo. El muchacho, recién llegado de Estados Unidos, no sólo lució supermoderno (polera negra, arito de oro, corte de pelo a lo Dave Navarro) sino que además se quedó hasta el final y después siguió la fiesta. No fue a bailar tango, hubiera sufrido una sobredosis, pero tampoco se mandó a guardar. Como Luis Botalo. Aunque, hay que admitirlo, tenía sus motivos para huir despavorido. Una señora, deslumbrada por el look de malevo de arrabal que lucía el periodista, lo persiguió por los pasillos de El Círculo haciéndole sonrisitas y mohínes. Derecho como una vara de junco, el hombre se resistió a la tentación. Algo que Oscar Bertone, un cruzado que detrás de la máscara de hierro esconde un corazón débil, no pudo hacer. Y, aunque moría por sacarle viruta al piso, se quedó sin milonga. Verónica, su eternamente irresistible esposa, lo convenció de que fueran para casita. Y lo bien que hicieron.

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