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 domingo, 10 de agosto de 2003

Una ciudad para construir un sueño

Rubén Chababo

Hace cien años, cuando el siglo XX comenzaba a despuntar en las páginas del almanaque, nacía la Asociación Israelita de Beneficencia de Rosario, institución dedicada a dar apoyo y refugio a la por entonces incipiente comunidad de inmigrantes judíos que comenzaba a asentarse en nuestra ciudad. Sus miembros llegaban de los más remotos puntos del Este del mundo en busca de un lugar pródigo, luego de sortear los avatares a los que la Historia los había entregado sin descanso. Venían huyendo de los pogroms de Varsovia y Minsk, de las amenazas latentes sobre los cielos de Budapest y Ucrania, del hambre de Tánger y Melilla, también de la incertidumbre que recorría las calles de Estambul, Rodhas, Esmirna y Aleppo.

Traían consigo un universo propio acuñado al calor de una vida construida durante milenios en los diferentes corazones de una diáspora infatigable. Y hasta aquí llegaron con un repertorio de saberes y costumbres entrelazados en un amasijo de lenguas diversas: el árabe, el ladino, el idish, el alemán, el polaco. Custodios de las leyes de la Torá algunos, luminosos intérpretes de las proclamas progresistas que circulaban por el mundo otros, esperanzados todos en hacer de Argentina una tierra que tuviera las formas de un sueño cumplido.

Y aquí en Rosario comenzaron a rediseñar sus vidas con la memoria atada siempre en el recuerdo a las patrias provisorias que habían dejado del otro lado del mar. Igual que los españoles, igual que los italianos, igual que los gallegos y tantas otras comunidades de ultramar. Los barrios del sur, allá en Saladillo, los vieron establecer sus templos y sus escuelas. La calle San Luis los vio armar sus polvorientas tiendas de telas y retazos, y en el Norte y el Oeste de la ciudad se los vio recorrer las calles desempeñando los más variados oficios, tratando de reconstruir con paciencia y esfuerzo aquello que les había sido arrebatado o negado con dureza en la otra orilla.

En precarios conventillos en los comienzos, en casas más firmes con el paso del siglo, la comunidad judía se fue incorporando a la vida ciudadana en todos y cada uno de sus espacios. El mandato de educar a las nuevas generaciones fue uno de los más férreos, y sobre ese mandato erigieron las formas de un universo que los distinguió y del que se sintieron orgullosos. Médicos, abogados, escribanos, maestros fueron naciendo de esa primer cosecha sembrada por aquellos recién desembarcados que al llegar sólo conocían dos o tres palabras de un precario castellano aprendido en los barcos.

Aquí en Rosario, como en Manhatan, La Habana, Lima o Caracas se empeñaron en forjar un futuro que les garantizara prosperidad, y en buena medida lo alcanzaron. Sorteando los avatares del prejuicio a veces, los del recelo otras, lograron hacerse en esta ciudad, un lugar en el conjunto de las comunidades locales hasta afirmarse y llegar a sentir este lugar como propio. Mirada la historia en perspectiva, todo indica que la elección de Rosario como lugar de refugio y descanso fue más que auspiciosa. En cien años construyeron más que lo que acaso habían imaginado desde los barcos. Están a la vista, como testimonio incuestionable del triunfo de su empresa, las escuelas, los comercios, los templos y las decenas de familias multiplicadas en esta tierra.

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