Año CXXXVI
 Nº 49.845
Rosario,
domingo  18 de
mayo de 2003
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Análisis: El peso del pasado estrelló al César

Mauricio Maronna / La Capital

Carlos Menem sabía desde el día posterior a la primera vuelta que su suerte estaba echada. Si alguna vez reconoció que para ganar es necesario no decir la verdad, su ego internalizó tras el 27 de abril (aun exponiéndose al patetismo) que era posible tapar el sol con las manos para que las sombras demorasen en borrar su eterna aura de omnipotencia. Nunca comprendió esta frase infalible: "De lo único que no se vuelve es del ridículo".
"Carlos, ya te acompañé hasta la puerta del cementerio, y lo hice porque estoy donde estoy gracias a vos. Pero tené en cuenta algo: no me voy a enterrar contigo. Lo que estás haciendo es una locura, ¿adónde quedó tu lealtad?", lo sermoneó por primera vez un gobernador reconocido por poner siempre paños fríos entre los halcones y las palomas que rodearon al ex presidente. Menem bajó a tierra el miércoles, grabó más de una vez su discurso de despedida y sintió que el peso de la historia caía definitivamente sobre sus espaldas.
Pero a no errar en el diagnóstico: el cachetazo que la sociedad se aprestaba a propinar en las urnas no lo tenía como destinatario exclusivo. Resulta repugnante observar ahora la conducta de ciertos personajes que lograron sus objetivos de llegar a algún cargo por el único hecho de decirle al rey que, lejos de estar desnudo, lucía realmente impecable.
No hace falta ir demasiado lejos para encontrarlos, aunque ahora (con el monarca caído definitivamente en desgracia) rueguen a Dios para que la tragedia santafesina no se lleve puesto a quien observan como un mantel que les permitirá tapar sus miserias. Los mismos que, pocos meses atrás, lo tildaban de "cobarde" por no romper su prescindencia.
La conjura de los necios, como la mentira, jamás puede ser eterna. Sería bueno que entiendan, de una vez y para siempre, que la sociedad no rompió lanzas exclusivamente con quien se fue triste y solitario, sino también con quienes usufructuaron de Carlos y su estrella. "Estos cambian de Carlos como de montura", graficó con honestidad intelectual un menemista rosarino de la primera hora.
Néstor Kirchner llega al gobierno como consecuencia del encono que el líder de Anillaco generó en la sociedad y del apoyo del aparato duhaldista en la provincia de Buenos Aires. Pero de ahora en más deberá demostrar que tiene peso propio para encabezar el proceso de reconstrucción que sucede a los cataclismos.
Aunque resuciten o se mantengan en la superficie los adoradores del "cuanto peor, mejor" (en la política, la economía e, incluso, en el periodismo), al presidente electo habrá que juzgarlo por sus acciones y no por preconceptos.
Ese Kirchner sereno, moderado, que hace gala del sentido común y la previsibilidad puede convertirse en una luz de esperanza para un país descorazonado. Los argentinos quieren ahora que la tormenta sea capeada por un ciudadano común y no por un emperador. En ese marco, el santacruceño no aparece (a priori) como un caudillo traumático para la sociedad.
La fortísima vocación democrática de los argentinos (sean partidarios de Kirchner, Menem, López Murphy, Rodríguez Saá o Carrió) no parece estar reclamando milagros, sino un remanso frente a tanto río revuelto. La escasa legitimidad de origen (apenas alcanzó el 22 por ciento de los votos) puede desaparecer de la escena si el patagónico se pone "del lado de la razón, aunque truenen las pasiones" (Natalio Botana dixit).
El futuro mandatario plebiscitará su gestión en cada medida que tome, pero se les deberá exigir a los nuevos referentes opositores (sea cual fuere su identidad ideológica) tolerancia y cooperación para sacar al país de la consuetudinaria agonía.
La sociedad puso desde la posdictadura hasta hoy distintos avisos: en el 83 reclamó democracia y paz; en el 89 y 95, eficacia, y en el 99, transparencia. Como bien dice el sociólogo Carlos Fara: "En 2001 el aviso rezaba: «Líderes se buscan. Sin propuestas para salir de la crisis abstenerse»".
Eduardo Duhalde logró contener las protestas y la sociedad tomó distancia de los predicadores del caos. A la futura administración le toca conducir un proceso que reduzca los apabullantes índices de pobreza, distribuya las cargas con equidad y elimine del abc político la palabra "ajuste", que hoy suena como la peor música imaginable. No hay margen para tirar del mantel.
Paso a paso, con sentido común y reinsertando a la Argentina en el mundo civilizado, el hombre que llegó desde el frío tiene la oportunidad histórica de legitimarse en la gestión.
La receta está al alcance de la mano, pese a haber sido ignorada por la miope dirigencia política que el país supo conseguir: se trata de no patear los manuales ni creer que del laberinto se sale con el tic tan argentino de "hacer la nuestra". El futuro es un enigma, pero no viene mal darle una oportunidad a la esperanza.



Carlos Menem sabía que su suerte estaba echada.
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